Buscar la dicha, la felicidad... todos la buscamos. Pero el problema no está en buscarla, sino hallarla y dónde. Porque nos podemos equivocar de camino y terminar en la desdicha, en la infelicidad. Y hay muchas personas que yerran y no alcanzan el objetivo. Las drogas, antiguas y modernas, la búsqueda del dinero hasta traicionar la propia conciencia, la familia, los amigos, el placer sexual desligado del amor, la fama apoyada en los medios de comunicación social, el egoísmo exclusivista, la mentira como arma, una vida personal o social al margen de la ética y la moral no llenan el corazón del hombre. ¡Cuánta decepción hay, cuánta frustración, cuántas lágrimas tragadas!
Y Dios, ¿qué? Algunas personas no acaban de comprender que Dios no es un rival del hombre, ni de su libertad, ni de su inteligencia, ni de su alegría, ni de su felicidad, sino todo lo contrario: es el que más ha apostado y se ha comprometido con el ser humano, hombre y mujer; es el garante de la auténtica dicha. No solo nos ha creado y dado vida por amor, sino que, a pesar de nuestro rechazo, de nuestra soberbia por no querer reconocerle como Dios por entender mal nuestra autonomía y libertad, por querer ser como Dios, Él, que es Padre misericordioso y compasivo, nos tiende la mano, nos lleva en su corazón, nos busca como el pastor a la oveja perdida, como la mujer que pierde en casa una moneda valiosa, como el padre de los dos hijos en la parábola del hijo pródigo.
A lo largo de la Escritura Santa aparece muchas veces, diría que muchísimas, la invitación a la dicha, a la bienaventuranza y su apuesta por la salvación del hombre. Como muestra sirvan estas referencias. En la primera Alianza, pero sobre todo en la nueva Alianza se manifiesta patentemente.
En el Antiguo Testamento los salmos comienzan por señalar el camino de la felicidad; así el salmo 1º: «Dichoso el hombre que no sigue el camino de los impíos...» (Sal 1, 1) y el salmo 119, que comienza: «Dichoso el que, con vida entrañable, camina en la ley del Señor; dichoso el que guardando sus preceptos, lo busca de todo corazón» (119, 1 y 2).
El Nuevo Testamento comienza cuando se anuncia a María que va ser madre se le dice: «Alégrate, llena de gracia, el señor está contigo» (Lc 1, 28); Isabel, su prima la proclamará: «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor, se cumplirá» (Lc 1, 45). El ángel de Belén dirá a los pastores: «No temáis, os anuncio una buena noticia que será de gran alegría para todo el pueblo: hoy en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, el Mesías, el Señor» (Lc 2, 10-11). Tenemos las ocho bienaventuranzas (Mt 5); pero hay muchas más. Por ejemplo, Jesús proclama bienaventurados a los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen (cfr. Lc 11, 28). El último libro de la Biblia se cierra con dos bienaventuranzas: «Bienaventurados los invitados al banquete de bodas del Cordero» (Ap 19, 9) y «Bienaventurados los que lavan su vestiduras para tener acceso al árbol de la vida y entrar por las puertas de la ciudad» (Ap 22, 14).
«En el capítulo 25 del evangelio de Mateo (vv,31-46), Jesús vuelve a detenerse en una de estas bienaventuranzas, la que declara felices a los misericordiosos» (GE, 95). Si buscamos esa santidad que agrada a los ojos de Dios, en este texto hallamos precisamente un protocolo sobre el cual seremos juzgados: «porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25, 35-36).
«Por lo tanto, ser santos no significa blanquear los ojos en un supuesto éxtasis. Decía san Juan Pablo II que “si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellas con los que ha querido identificarse”. El texto de Mateo 25, 35-36 “no es una simple invitación a la caridad, es una página de cristología, que ilumina el misterio de Cristo”. En este llamado a reconocerlo en los pobres y sufrientes se revela el mismo corazón de Cristo, sus sentimientos y opciones más profundas, con las cuales todo santo intenta configurarse» (96)... «Cuando encuentro a una persona durmiendo a la intemperie en una noche fría, puedo sentir que ese bulto es un imprevisto que me interrumpe, un delincuente ocioso, un estorbo en mi camino, un aguijón molesto para mi conciencia, un problema que deben resolver los políticos y quizá hasta la basura que ensucia el espacio público. O puedo reaccionar desde la fe y caridad, y reconocer en él un ser humano en mi misma dignidad, a una creatura infinitamente amada por el Padre, a una imagen de Dios, a un hermano redimido por Jesucristo. ¡Eso es ser cristianos!» (GE 98).
«Esto implica para los cristianos una sana y permanente insatisfacción. Aunque aliviar a una sola persona ya justificaría todos nuestros esfuerzos, eso que no nos basta... No se trata de realizar algunas buenas obras sino de buscar un cambio social. “Para que las generaciones posteriores también fueran liberadas, claramente el objetivo debía ser la restauración de sistema sociales y económicos justos para que ya no pudiera haber exclusión”» (GE 99).
¡La santidad no está al margen del reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano!
+ Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia.