+ Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia
El domingo anterior presenté varios humanismos post o trans y quedarían dos. Por un lado, el transhumanismo eugenésico. La intervención humana puede llegar a ser como un factor de la evolución biológica, añadiendo a la selección natural de Darwin, la selección promovida por medios técnicos, la selección premeditada de los individuos que han de nacer y esto no sólo con individuos aislados, sino con la misma especie humana en el caso de que la selección de rasgos genéticos se prolongara en varias generaciones sucesivas. Las técnicas de la selección germinal y de la clonación abren la posibilidad de producir individuos con determinadas características. A esto habría que añadir la superación de la necesidad de la reproducción sexual en el útero materno, el sueño de un posfeminismo y la tentación de combinar el genoma humano con genes de otras especies para producir quimeras, incluso superando todo lo imaginable, unos nacerían esclavos especializados y otros como parte de la élite.
Y el transhumanismo robótico: una sociedad artificial. Es la posibilidad de crear máquinas inteligentes. La inteligencia artificial podría llegar a que las máquinas fueran sujetos de auténticos estados mentales y debieran ser reconocidos como personas. La ciencia ficción ha explotado este motivo hasta la saciedad. Ahí están las computadoras, los robots, los androides con personalidad propia; incluso en el delirio de algunos, las máquinas serían capaces de autorreplicarse y colonizar otros planetas; es más, verter la mente de una persona en un soporte informático que hiciera posible la supervivencia personal.
Estas nuevas visiones de lo humano llevan al nihilismo. «El concepto que fue usual durante muchos años era que la idea del desarrollo, técnico-científico y económico basta para remolcar, como una locomotora, los vagones de todo el tren del desarrollo humano, la libertad, democracia, autonomía, moralidad... Pero lo que se constata hoy día es que esos tipos de desarrollo han traído muchas veces subdesarrollos mentales, psíquicos y morales» (Edgar Morin, citado por Julio Martínez, en una tercera de ABC). Este nihilismo está asociado a la postmodernidad tecnológica y va más allá del relativismo ético, pues difumina la materia misma sobre la que reflexionar y desprecia la experiencia inmediata y la conciencia de la realidad, tanto respecto a la naturaleza como a la sociedad.
El frenesí legislativo de nuevas leyes “trans”, del “sólo sí es sí”, del bienestar animal... De nuevas realidades familiares, de la eutanasia o de la modificación de la ley del aborto, es perfecta muestra de ese nuevo nihilismo, cuyo soporte principal es “deconstruir” desde el poder. Diluye el sentido de la verdad y los valores, y lamina los vínculos familiares; eleva el valor de la vida animal, devaluando la vida humana de los que no han nacido o de los enfermos crónicos y ancianos en el final de su andadura vital. Difumina el sentido del cuerpo humano y convierte el género en un producto que cada cual puede construir como le apetezca, prescindiendo incluso de aquellos con quienes la vida está entrelazada: el caso de los menores que pueden elegir su cambio de género sin contar con sus padres es manifestada en la alteridad humana y la radical ambigüedad sobre la corporalidad y la dificultad para que, a través del cuerpo y en él, se haga presente el ser humano mujer o varón (Julio J. Martínez, Idem).
El transhumanismo se vende como una religión en que tú eres dios, en la que ser el ser humano se va a trascender creando a su sucesor, el post-humanismo, una criatura artificial que, por otro lado, será completamente imperfecta. El debate hoy no es si los robots nos van a quitar trabajo o si ChatGPT -la inteligencia artificial- se va a usar para copiar tesis doctorales, guiones de series; el tema es más profundo, es una batalla espiritual... Estamos ante la soberbia del ser humano que cae en la tentación de la serpiente de «Seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal» (Gn 3, 5).
«Este nihilismo no se combate con teorías de absolutos morales defendidas por católicos más papistas que el papa; mucho menos cuando estas se convierten en arma ideológica para frenar el desarrollo doctrinal necesario en la propuesta moral de la Iglesia. Hay que proceder con rigor, sosiego y prudencia, pues es claramente perjudicial desembocar en maximalismos por un polo o por su contrario, que impiden el esfuerzo hermenéutico de la búsqueda de la verdad moral y la escucha de la realidad, y pierden fácilmente la centralidad de la persona» (Julio. J. Martínez, Idem).