+ Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia
El día propio para recodar a los difuntos no es el 1 de noviembre, sino el 2. En ese día la Iglesia nos invita a recordar juntos y hacer conmemoración de los fieles difuntos.
El origen de este día arranca del Abad Odilón de Cluny (994-1048) que mandó a sus monjes orar por las almas del purgatorio para liberarlos de sus penas y así, alcanzar de Dios purificación, perdón e indulgencia.
¿Quiénes son estos difuntos? Etimológicamente los difuntos son aquellas personas que han cumplido su tarea en este mundo, que han llegado a su fin aquí, en esta tierra. Este día no es un día de dar culto a la muerte, ni de honor a los difuntos. Nosotros los cristianos no damos culto ni a la muerte, ni a los muertos, sino sólo a Dios. Ellos son nuestros familiares, amigos y compañeros o conocidos que han sido fieles, que han vivido y muerto en la fe cristiana; por eso, en ocasiones, decimos en la liturgia sus nombres, porque les consideramos presentes, en nuestro corazón y oración, en nuestra vida. También tenemos en cuenta a todos los difuntos, considerados creyentes o no creyentes, ateos, o de otras religiones, «cuya fe sólo Tú conociste» (Plegaria Eucarística IV y otras), porque ¿quién es el conoce lo íntimo del hombre sino sólo Dios? A los demás, incluso a uno mismo, se nos escapa. Hay muchas personas justas y honradas, y «Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que le teme y practica la justicia, sea de la nación que sea» (Hech 10, 34-35).
Nosotros, especialmente este día, oramos por ellos para que Dios les tenga en su Reino, les conceda la vida eterna que aquí anhelamos y soñamos y que Dios nos ha prometido en Cristo y con Cristo (ITes 4, 17); nuestra oración expresa un recuerdo agradecido, porque ¿qué somos nosotros sino fruto de los sudores, amores, desvelos y trabajos de los que nos han precedido? Y es de bien nacidos el ser agradecidos. Nuestra oración eso sí, hecha con fe y confianza, es, a la vez, afirmación de que creemos en la resurrección de Cristo y de los muertos, en la vida eterna, como lo afirmamos en el Credo. Nos dice san Pablo: «No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no aflijáis como los que no tienen esperanza. Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, de igual modo Dios llevará con él, por medio de Jesús, a los que han muerto» (ITes 4, 13-14).
Nosotros, cuando en la Eucaristía o en otros momentos oramos por ellos, pedimos al Padre, hablamos al Padre en su provecho desde la fraternidad que nos une desde el Bautismo, no presentándole sus méritos, sino acogiéndonos al amor de Dios. Oramos a Alguien, nuestro Padre y el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ama, al Dios de vivos, no de muertos (Mt 22, 32), al que resucitó a su Hijo Jesús del sepulcro por la fuerza del Espíritu Santo y lo sentó a su derecha. Esta oración tenemos que hacerla con verdad y así obtener consuelo nosotros sobre la suerte de los difuntos. No han ido al Hades, ni al vacío, sino a la casa del Padre, a sus brazos.
En este día nos viene bien pensar y meditar en nuestra muerte. No porque seamos necrófilos, sino porque somos realistas ya que la realidad de la muerte forma parte de nuestra condición humana. ¡Cómo cambia o puede cambiar el sentido de la nuestra vida cuando la vemos desde la otra orilla! No se trata de amargar la existencia a nadie, sino de vivir bien; así lo entendieron aquellos que dejaron escrito en la casa de Marcos Gutiérrez, del siglo XVII, en la calle Tobalina de Aguilar de Campoo esta inscripción: « Velar se debe la vida de tal suerte que viva quede en la muerte ». Una frase que llamó mucho la atención a Miguel de Unamuno en su visita a la villa aguilarense. Lo que vence a la muerte es nuestra fe que actúa por el amor.
El temor a la muerte es normal, porque ¿quién no quiere vivir, vivir bien, vivir siempre, vivir para siempre, feliz, en paz, con los que aquí han estado unidos a nuestra vida, unidos a Él y a aquellos que nos han amado y a quienes hemos amado y hemos compartido ratos buenos, malos, luchas, trabajos, fiestas y alegrías, la vida en definitiva? Pero es más fuerte nuestra fe en Dios que no quiere la muerte sino nuestra vida y esta abundante (Jn 10, 10). Estamos llamados a la resurrección con Cristo, el «difunto que Pablo dice que está vivo» (Hch 25, 19). Esta es la luz que debe iluminar nuestra vida y nuestra muerte, también la de aquellos que nos precedieron. La resurrección de los muertos, es para san Agustín, consecuencia de la Resurrección de Cristo y es el centro de la vida cristiana. «Si se elimina la fe en la resurrección perecen todas nuestras enseñanzas cristianas... Si los muertos no resucitan no tenemos esperanza de una vida futura, pero si resucitan, habrá una vida futura» (Sermón 361, 2.2).