Jueves Santo en la Cena del Señor - Homilía de nuestro obispo

Celebración del Jueves Santo en la Cena del Señor y Homilía de nuestro obispo Mons. Mikel Garciandía Goñi.

 

Queridos hermanos, congregados por el Señor en torno a su Cena en este Jueves Santo. A quienes estáis hoy aquí, en esta preciosa catedral de San Antolín de Palencia, como a quienes nos seguís a través de Televisión Española. Os deseo ¡Paz y Bien!

Tras acompañar a Jesús en su entrada como Mesías en la Ciudad Santa, y celebrar la bendición de los Óleos y la renovación de las promesas sacerdotales en la Misa Crismal, llegamos al momento que Jesús con tanto mimo ha preparado: “antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Jesús ha procurado con todo cuidado anticipar la Cena con sus amigos, discípulos y apóstoles y santas mujeres. Y lo ha hecho en una casa de la ciudad alta, sobre el monte Sión, junto a la tumba del Rey David, no lejos del palacio de Anás y Caifás. Nadie podía sospechar su audacia. Ha llegado su hora, esa hora que comenzó con el primer signo que realizó en Caná de Galilea, donde se empezó a manifestar como el Esposo. Esa hora que remachó con su séptimo signo, al devolver a esta vida a su amigo Lázaro de Betania.

Pero ahora ese signo lo va a realizar con y en su persona. Y lo quiere hacer con cada uno de nosotros, contigo y conmigo. Quiere amarte hasta el extremo, hasta el final. La expresión griega es elocuente: eis télos, in finem, hasta el límite, hasta el extremo. Es el suyo, el amor más grande, el amor nuevo, frente a todos los sucedáneos y caricaturas del amor en que los humanos nos debatimos toda nuestra vida. Es su momento, antes de que las tinieblas se ciernan sobre Él y lo oscurezcan y obnubilen todo. Es su hora, en la que nos regala, hace dos mil años, justamente hoy, y hasta el final de los tiempos su lección más hermosa. En la Pascua judía, fiesta del Paso del Señor, se requería una víctima agradable a Dios, un animal sin defecto, cuya sangre preservara al pueblo escogido del paso del ángel del Señor en castigo a la idolatría y al pecado humanos.

Jesús hoy cumple la Escritura, desbordándola, plenificándola, dando un salto totalmente disruptivo respecto de las expectativas del pueblo judío. La grasa y la sangre de animales no es lo que complace a Dios, sino la escucha fiel de su Voluntad, y la obediencia a su Palabra. Jesús introduce en el contexto de la Pascua judía, un cambio sustancial, definitivo, que la convierte en la Pascua de la humanidad y de la Creación: el Cordero de Dios es el Nuevo Adán, es el Señor de la historia, y para mostrarlo, y realizarlo, se abaja hasta adoptar la forma de siervo, de esclavo. Dios está cansado de relaciones serviles, fruto del miedo y la ignorancia, y quiere relaciones libres, de hijos para con su único Padre. Y por ello ha enviado a su Hijo, para restablecer el Banquete del Reino, para reabrir las puertas del Paraíso, para reunir a toda la humanidad caída y desorientada.

Y lo hace yendo más allá de lo razonable. Los amó hasta el extremo, derribando definitivamente las barreras entre patronos y siervos, entre amos y esclavos, entre judíos y gentiles, entre puros e impuros. Jesús trae la Novedad a un mundo, que, sin su Amor, agoniza. Os doy un mandato nuevo: que os améis mutuamente como yo os he amado. Y esa novedad escandaliza a sus apóstoles, descoloca a Pedro. Jesús, despojado de su manto, lava los pies a sus compañeros de camino.

Os invito a ser sinceros: ¿no me parezco en mis reacciones a Pedro? Señor, ¿lavarme los pies tú a mí? La imagen que Simón Pedro tenía de Jesús era demasiado humana, demasiado “religiosa” podríamos decir. Un Dios Todopoderoso, Inmune, Sublime, Separado de la carne y de sus luchas y dolores. ¿Cómo puedo permitirte, Jesús de Nazaret, que te hagas esclavo, que te arrodilles a mis pies como si yo fuera tu señor, que me hagas sentir que realmente yo merezco la pena? Mis viejas heridas me han cubierto con un caparazón de insensibilidad y dureza, y Tú, ¿crees que tienes la fuerza de devolverme todas mis pérdidas?

Queridas hermanas y hermanos. Estas u otras falsas razones podríamos añadir a cada uno. Y os invito y me invito a escuchar a Jesús: “Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, lo comprenderás más tarde” “Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo”. Jesús nos pide, nos suplica que nos dejemos lavar, amar, alimentar. Todo Él se nos quiere regalar en esta santa tarde: “tomad, comed mi Cuerpo, bebed mi Sangre, haced esto en memoria mía; lavaos los pies unos a otros. Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, también lo hagáis”.

Queridos amigos en el Señor: el misterio pascual es totalmente iniciativa de Dios Padre, pero requiere nuestra acogida, nuestra docilidad. Nuestras manchas, heridas, nuestras muertes y pecados tienen un Sanador, tienen un Salvador: Yeshua, Jesús, significa salvador. Dejémonos lavar, salvar, curar, perdonar por Él. Hoy estamos celebrando la institución de la Eucaristía, del sacerdocio, del amor fraterno. Seamos esos granos de trigo que se dejan amasar: Jesús quiere convertirnos en su Eucaristía, quiere tomarnos como buen pan, decir su acción de gracias sobre nosotros, partirnos y repartirnos por el mundo para en Él, cambiarlo todo. Se trata de un mandamiento nuevo, se trata de la nueva Ley de la Libertad y del Amor. Se trata de aprender de Él, manso y humilde de corazón, y fuerte y valiente hasta el final. Porque es el Hijo, porque nos invita a acompañarle en este Triduo por las calles de Jerusalén, por nuestras ciudades, pueblo y aldeas. Porque quiere enseñarnos el Amor más grande. María, Madre de Jesús y Madre nuestra, deja que te acompañemos hasta el final, hasta el límite. Ruega para que nos dejemos lavar y salvar por tu querido Hijo. Amén.