+ Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia
El pasado día 15 de este mes se cumplió un año justo desde la declaración por el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, del Estado de Alarma. Primero fue por 15 días, después por otros 15... y ahora estamos en estado de alarma hasta el 9 de mayo.
Esta fecha y lo vivido este año no podemos olvidarlo. Cuando se olvida, como lo hacen muchos ciudadanos que no observan las normas sanitarias que se nos han dado para el bien de todos, no para fastidiar, estaremos condenados a sufrir sus consecuencias. Y las consecuencias del covid-19 ya las conocemos y las sufrimos.
No podemos olvidar a los fallecidos, aunque las cifras respecto a España bailen según las distintas fuentes entre las 70.000 y las 120.000 y también los muertos por falta de asistencia por otras causas, fundamentalmente dependientes, que no han podido ser atendidas. Pensemos que la primera cifra es casi la misma de los que habitamos hoy en Palencia capital. Pero no podemos quedarnos en los números: detrás de cada número hay una persona como tú o como yo, con el mismo derecho a vivir que nosotros, y detrás de cada persona una historia con sus raíces, alegrías, trabajos, penas, sueños, esperanzas que se han visto truncadas. También muchas familias que han sufrido y sufren al ver a un miembro de la misma sufrir sin poder hacer nada, comprobar que muere sin poder darle un beso, ni cogerle la mano, y enterrarle o incinerarle sin poder llorarle ni hacer duelo.
Es verdad que hemos participado en olas de solidaridad, con salidas a los balcones y ventanas para aplaudir al personal sanitario que han dado lo mejor de sí, de vecinos que se han prestado para llevar alimentos, medicinas, aliento y cariño a los confinados, o han acogido a personas sin hogar ni techo como lo ha hecho Cáritas Diocesana con unos voluntarios; es verdad que se ha cantado, y animado psicológicamente el “Resistiré, resistiré”, del Dúo Dinámico y se ha creado con esta canción una corriente de fuerza social para doblarnos como un junco, pero no cascar en la esperanza.
Yo desearía que, en este aniversario, todos recordáramos las lecciones que deberíamos haber aprendido. Por ejemplo que somos limitados, frágiles y tenemos que morir, aunque hayamos enviado a Marte artefactos; que no somos autosuficientes ni omnipotentes, sino necesitados y débiles; que un pequeño e invisible virus nos puede tumbar y matar; que nos necesitamos unos a otros; necesitamos de la familia, de los científicos, de los panaderos, de los médicos y personal de enfermería, de los camioneros, de las cajeras y reponedores de las tiendas y supermercados, de los farmacéuticos, de los labradores y ganaderos, de los sacerdotes y capellanes que acompañan en el dolor con compasión y dando razones para esperar, etc.
Que necesitamos cuidar no solo nuestro cuerpo, sino también nuestro espíritu, esa dimensión de nuestra persona que nos caracteriza como seres humanos, descubrir el sentido de nuestra vida, por qué y para quién vivimos.
Que necesitamos a Dios; muchos es verdad no le necesitan para entenderse a sí mismos, no creen en su existencia, incluso hacen campaña contra su nombre, y otros viven como si Dios no existiera. Pero para muchos esta pandemia les ha hecho plantearse el sentido de su vida, y particularmente a los creyentes esta pandemia nos remite a Aquel que es el misterio último de todo lo que existe, que es el misterio último que anida en el corazón del hombre y la mujer y del que todo nos habla si nos paramos a ver lo creado y ver la misma maravilla de cada persona. Es verdad que alguno puede pensar: Si Dios existe y es bueno ¿por qué permite esto? Cuando deberíamos preguntarnos por nuestra responsabilidad en todo lo que nos ocurre a los hombres, desde terremotos, hambres, pandemias, enfrentamientos y guerras, etc.
Y Dios ¿qué hace? Desde Jesús de Nazaret, el Cristo, los creyentes experimentamos que Dios no está lejos, sino cerca; no es insensible, sino que nos ama y sufre con nosotros y en nosotros; que es hermano y amigo que comparte compasivamente nuestras alegrías y esperanzas, nuestras fiestas y nuestros júbilos, pero también nuestras angustias y dolores, nuestros sufrimientos, nuestras agonías y muertes; Él tiende su mano a nosotros sus hermanos y, por haber pasado por nuestras mismas tribulaciones, puede auxiliarnos a los que pasamos por la prueba.
Jesús, como Buen Samaritano, nos abre a la esperanza, porque la vida no termina con la muerte, sino que se transforma; nos empuja a trabajar una sociedad nueva, fraterna y la amistad social, una sociedad libre, sin violencia, justa y respetuosa con la naturaleza, que tenga por clave y centro de todo, la persona; como meta el ser hijos y hermanos en plenitud y heredar con Cristo la gloria que Dios prepara para los que ama y procuran ser fieles.