+ Mons. Mikel Garciandía Goñi. Obispo de Palencia
Queridos lectores, ¡paz y bien!
Ahora que en las diócesis españolas estamos calentando motores para el Congreso de las vocaciones, que viviremos, Dios mediante, en Madrid, los próximos 7 al 9 de febrero, me paro un momento para plantear lo que conlleva lo que ya es más que una moda o un slogan de la Iglesia: estamos en un cambio de época. En nuestra diócesis, tuvimos este lunes pasado el consejo de presbiterio, donde animada y honestamente debatimos acerca de cómo hemos de plantear en la diócesis toda la dimensión litúrgica y celebrativa, en estos momentos en los que la dispersión, la falta de clero y las inercias históricas actúan como una pesada rémora para caminar decididamente hacia un escenario nuevo.
Ya es un lugar común sostener que algo hay que hacer y que la situación es insostenible de cara a garantizar la vivencia del domingo, con la Eucaristía como referencia central de la vida de la comunidad cristiana. Por otra parte, debatimos también en el consejo acerca de cómo ir implementando una vertebración adecuada de la pastoral pensando en las zonas, unidades pastorales, y cómo articular la corresponsabilidad de los laicos en la marcha de la Iglesia.
Por otra parte, en Palencia tenemos que continuar buscando la voluntad de Dios, qué es lo que está queriendo inspirar el Espíritu Santo con la iniciativa sinodal, cuyas indicaciones no se pueden dejar sin más de lado, porque nos resulten costosas, o porque requieren de nosotros una conversión personal y pastoral.
Me viene a la memoria la intervención de un laico cántabro, Josué Fonseca en el encuentro Transforma de junio del año pasado, en el que habló acerca de lo que no está pasando en la Iglesia. Como miembro de la comunidad Fe y Vida, y profesor de religión y especialista en Historia de las Mentalidades, su diagnóstico es para tenerlo en cuenta. Cuando los obispos pretendemos liderar a las iglesias locales en su peregrinación por la historia, nos sucede que el gran obstáculo psicológico es la resistencia a cambiar.
Sólo se cambia cuando el dolor de seguir como estamos, es superior al dolor que entraña caminar por las huellas que va dejando el Señor en la historia. Llevamos años constatando la disminución de la natalidad, la deconstrucción de la familia y de la idea de sexualidad cristiana, la caída de las vocaciones de especial consagración, del compromiso de los laicos en la sociedad. Pero Josué no abogaba por el desánimo y la desesperanza: dijo que está cayendo un modelo de Iglesia que fue consolidando a partir del siglo IV, y que ha durado hasta el XX. La Iglesia primitiva, la que se describe en el Nuevo Testamento la Iglesia madre de Jerusalén y las primeras comunidades apostólicas ha de ser siempre nuestra referencia.
En efecto, la Iglesia primitiva tenía la conciencia de ser Iglesia toda ella. Comunidades pequeñas, muy comprometidas, distintas, pero todas hijas de la Gran Iglesia. Comunidades en las que no era sencillo el acceso, por el riesgo que suponía declararse cristianos en el Imperio Romano. Comunidades que cuidaban a los pobres y que vivían una moral escandalosa para la degradada conducta social de entonces. No simplemente una comunidad de creyentes (el creyente cree, pero su fe es sólo un aspecto entre otros) sino de discípulos (discípulo, el que vive como cree, su fe es el eje que organiza toda su vida).
Cuando en época de Teodosio el cristianismo se fue transformando en religión de estado, ser católico era socialmente recomendable de cara a ser funcionario, de cara a la “respetabilidad”, con lo que el catecumenado fue dando paso a un bautismo sin apenas condiciones ni preparación específica. En la Iglesia primaba la práctica sacramental y la catequesis, y con ese esquema y desde Trento, la Iglesia ha avanzado sin demasiados problemas hasta los años 60 del siglo pasado.
Josué nos propone afrontar los tres problemas de nuestra Iglesia:
- Salir del esquema de cristiandad, dejar de pensar que uno pueda ser católico no practicante. Gente que va a Misa sin conocerse, comprometerse, asumir la radicalidad del Evangelio.
- Dejar el clericalismo, que condena a los cristianos a dos clases: la élite, y el resto. No, todos tenemos un don que hay que poner a disposición de la comunidad
- La imagen. El inmenso tesoro que somos y ofrecemos no llega, no toca a los de fuera, parece agua pasada. Toca al obispo liderar este cambio que es vuelta al origen y profecía del mundo que viene.