El día 31 de octubre del 2017 se cumplieron los 500 años de la Reforma, más bien del simbólico inicio de la reforma con la exposición pública que hizo Lutero de sus 95 tesis sobre las indulgencias en Wittenberg. Dice el P. General de la Orden de San Agustín, P. Alejandro Moral, que “este hecho impulsó una verdadera crisis religiosa que trajo consigo la ruptura de la cristiandad occidental y sentó las bases no del secularismo, pero sí del proceso de secularización y del nacimiento de una nueva Europa”. Recojo varias ideas de su carta, dirigida a los miembros de la Orden Agustiniana del 28 de septiembre pasado.
El impulsor de la revolución que supuso la Reforma fue el agustino Martín Lutero (1483-1546) que perteneció a la Orden hasta el 1524, aunque hasta su muerte conservó mucho de fraile. Su figura sigue despertando posturas viscerales, en muchas ocasiones por falta de conocimiento y de clichés llenos de prejuicios.
Los católicos no tenemos motivos para celebrar algo que ha traído divisiones, condenas, guerras, muertes, pero si tenemos que conmemorar por amor a la memoria histórica. Tenemos que hacerlo resaltando lo positivo que entraña: revaloración del individuo, la confianza en Dios, la centralidad de la Escritura, el acercamiento de la liturgia al pueblo, el sentido comunitario, la sana laicidad, la necesidad de reforma como vuelta a lo esencial. Pero no podemos alabar su intolerancia, su inflexibilidad y obstinación, su vehemencia, su mordacidad, su soberbia para considerarse siempre en la verdad, si incapacidad para retractase, su fijación en el Papa, sus insultos y agresiones a la Iglesia de Roma.
Los católicos debemos aprender de la Reforma dos cosas fundamentales: la necesidad de reforma y el poner en manos del pueblo la Sagrada Escritura. Respecto a la necesidad de reforma debe ser algo asumido; el Concilio Vaticano II y los papas postconciliares no dejan de llamarnos a una verdadera reforma expresada de diversas maneras, hoy, según el papa Francisco, “la conversión personal, comunitaria y pastoral” teniendo por guía la Palabra de Dios. Esta reforma permanente se debe vivir no desde la ruptura, el enfrentamiento, sino desde la vuelta a las raíces, al Evangelio de la Alegría, a la Escritura Santa superando el subjetivismo.
Otras realidades que debemos valorar son las intuiciones de Lutero: ser heraldos y pregoneros del Evangelio con ingenio y creatividad, su capacidad de trabajo, su utilización de la imprenta y los adelantos en la comunicación, su profunda piedad, el cultivo de las virtudes domésticas, su lucha contra las angustias y tentaciones, su forma directa de expresión, su apertura del alma, su capacidad de compartir y su sensibilidad espiritual.
Doctrinalmente Lutero manifiesta desconfianza en la razón y su rechazo de la filosofía en su repulsa visceral de la escolástica, el aristotelismo, los sistemas teológicos, las sutilezas de las escuelas, etc.; Dios no es una hipótesis filosófica, sino el que se revela en Cristo. “Para Lutero, la teología no era una cuestión académica, sino una lucha interior consigo mismo, y luego esto se convertía en una lucha sobre Dios y con Dios. ¿Cómo puedo tener un Dios misericordioso? No deja de sorprenderme que esta pregunta haya sido la fuerza motora de su camino” (Benedicto XVI en Erfurt). Lutero ha potenciado la sencillez, el abandono de los artificios, lo práctico, el uso del lenguaje popular, etc. Otro punto es la gracia y su importancia en la justificación, pues Dios nos hace justos por la gracia, por la fe en Jesucristo. Otro tema es centrar su reflexión sobre Dios hasta experimentar al Dios Amor.
No podemos negar que su doctrina teológica le lleva a afirmar: solo la Escritura, solo la gracia, solo la fe, negar el libre albedrío, los sacramentos, la misa como sacrificio, del sacerdocio ministerial, el rechazo del magisterio y de la jerarquía, el desprecio al papado.
En la práctica manifiesta un servilismo a los príncipes protestantes, en la defensa del legítimo orden social y político, su discutida postura en la Guerra de los Campesinos, su nacionalismo y su antisemitismo.
Hoy los tiempos han cambiado, gracias a Dios. Desde hace más de un siglo han surgido iniciativas que han buscado la unión por medio de la oración, el diálogo teológico que ha fructificado en varias declaraciones como la Declaración conjunta sobre la doctrina de la Justificación de 1999. El Concilio Vaticano II, en Unitatis Redintegratio, ha impulsado el diálogo, los encuentros y visitas a todos los niveles. No podía ser de otro modo cuando Jesucristo mismo, en la última Cena, suplicó al Padre por la unidad de los creyentes (cfr. Jn 17).
Con Benedicto XVI creo que el mensaje de esta conmemoración nos debe interpelar sobre la cuestión de Dios, su justicia y su misericordia, en nuestra vida, en nuestro anuncio; sobre la cuestión del pecado, pequeño o grande, personal, comunitario o estructural que se manifiesta entre otras cosas en el poder de la droga, la corrupción, el ansia de vida y de dinero, la avidez de placer, la tendencia a la violencia incluso disfrazada de religiosidad, la injusticia, la insolidaridad, el hambre, la pobreza... el mal y la muerte. El mal no es una nimiedad. Tenemos que preguntarnos: “¿Cómo se sitúa Dios respecto a mí, y cómo me posiciono yo antes Dios?”.
+ Manuel Herrero Fernández, OSA
Obispo de Palencia.