Cuando san Pedro preguntó al Señor cuantas veces debía perdonar conocía muy bien el significado del número siete como plenitud. San Pedro sabía que el siete era el número bíblico de la perfección. Dios acabó la creación en 7 días. El sábado, el día séptimo, era el día del descanso que completaba la semana. ¿Qué quería preguntar Pedro al decirle a Jesús si era suficiente perdonar siete veces? Pedro expresa un sentimiento propio, a la vez que universal, de todos nosotros, el cansancio de perdonar, el querer llevar cuenta de las veces que perdonamos y que nos gustaría ponerle un límite al perdón. Intuía la respuesta que el Señor le daría, la propuesta de perdonar hasta la plenitud y siempre, pero hubiera deseado que fuera algo menor.
La respuesta de Jesús descubre una nueva dimensión del perdón. El perdón, como el amor, no se cuantifica. No puede ser siete sino setenta siete veces, sabiendo que 490 veces tampoco agota la cantidad de perdonar que Dios tiene y que quiere que sus hijos tengamos con los demás. La razón fundamental de la enseñanza radica en proponernos un nuevo estilo de perdón donde no se llevan cuentas y donde no se hacen números. Dios no lleva cuentas de las veces que nos perdona, igualmente que no cuenta las veces que nos ama. ¿Cuántas veces tenemos que amar a Dios y al prójimo? ¿Hay un número mínimo o máximo para amar a Dios y a los demás? Nuestra manera de perdonar y de amar no puede basarse en las matemáticas.
A menudo, aunque perdonamos, llevamos cuentas de las veces que lo hacemos. A nuestro modo, nos gusta llevar un registro de las veces que perdonamos. Contamos y contar significa que llegará un momento en que nos cansemos, y perderemos la capacidad de perdonar. Igual que nunca debemos dejar de amar, nunca debemos de cansarnos de perdonar. Hasta el fin de nuestra vida debemos perdonar, sin límite de número y sin límite de personas porque necesitaremos que nos amen y perdonen siempre. NO olvidemos que así nos ama y perdona Dios, nuestro Padre.
José María de Valles. Delegado diocesano de Liturgia