El segundo domingo de la Pascua tiene un apellido desde que el papa san Juan Pablo II, el 30 de abril del año 2000, al canonizar a santa Faustina Kowalska, quiso dedicarlo a contemplar y sentir en nosotros la gran misericordia de Dios. Lo hemos leído en el salmo responsorial donde proclamábamos que la misericordia de Dios es eterna y por ello es bueno dar gracias al Señor.
Corazón misericordioso
En el corazón lleno de misericordia de Dios ponemos nuestra primera reflexión, sabiendo que esa misericordia se manifiesta permanente y continuamente en nosotros. La comunidad creyente, que cada domingo venimos al encuentro personal con Dios, somos objeto del amor y la misericordia divina que nos ofrece alcanzar la salvación. En palabras de la primera lectura, Dios regala su amor para que, como grupo de creyentes, lleguemos a pensar y sentir lo mismo. En medio de nuestras eucaristías el Señor se hace presente para que podamos hacer realidad aquellos sentimientos de las primeras comunidades que nos narra el libro de los Hechos de los Apóstoles. Esta es la primera misericordia que Dios obra en nosotros que lleguemos a ser una familia donde todos pensemos y sintamos lo mismo y poseamos todo en común.
Presencia del Resucitado
El relato del evangelio nos muestra una doble realidad en el grupo de los discípulos reunidos. En un primer momento experimentan miedos y temores. Tienen las puertas cerradas porque no confían y han perdido la esperanza. Una descripción que tiene mucho en común con nuestras comunidades tantas veces temerosas y encerradas en nuestros templos ante las amenazas exteriores. Esa realidad se transforma cuando en medio de ellos aparece el Señor. La paz vuelve a sus corazones, la alegría vuelve a su rostro y el entusiasmo de la fe se revitaliza. Todo ha cambiado en sus vidas. Reciben el Espíritu y se transforman en personas nuevas. Efecto de la presencia del Señor en nuestras comunidades sigue siendo el que nos convirtamos en cristianos nuevos, con nuevas actitudes, con una nueva visión de la vida y del futuro donde el Espíritu conduzca nuestros pasos. Queden atrás los temores y miedos. Superemos las dificultades de los enfrentamientos y vivamos con paz. Dejemos que la presencia del Resucitado esté en medio de nosotros.
Encuentro personal
Pero no todos los apóstoles vivieron la experiencia del Resucitado. Hubo uno que no estaba y, por lo tanto, aunque le cuentan lo ocurrido no le convencen y sigue con las dudas y con los mismos miedos e incertidumbres. Su propio engreimiento le cierra las puertas a acoger la experiencia de los demás. Tomás, el incrédulo no admite lo que oye.
Tomás nos retrata a muchos de nosotros que hacemos valer la duda y la incredulidad en nuestra experiencia personal de fe sin que nos sirva el testimonio y la palabra de los demás. Aquí volvemos a encontrar la misericordia del Señor. Ante su amenaza de que, si no lo ve y no toca las huellas de los clavos, a él no le convence nadie, el Señor vuelve para encontrarse con él. Trae tu dedo le dirá Jesús en ese encuentro personal que transforma y cambia su vida. “Señor mío y Dios mío” confesará arrepentido ante el amable reproche de Jesús de que crea porque le haya visto. Le pedirá mucho más cuando le diga que serán dichosos los que crean sin verle, fiándose de lo que los demás les diga.
Necesitamos del encuentro personal con el Señor todos nosotros, pero a la vez debemos de dejarnos guiar por la enseñanza de los demás, la Iglesia, el testimonio de tantos que han creído en el Señor resucitado. Será así cuando pasemos del miedo a la alegría, de cerrar las puertas a abrir nuestro corazón a los demás. En definitiva, cuando descubramos que Dios sigue siendo misericordia para nosotros y con su ayuda podamos convertirnos en comunidades nuevas.
José María de Valles. Delegado diocesano de Liturgia