El evangelio de este quinto domingo de Cuaresma trata más de Jesús que de la mujer pecadora, habla más de nosotros que de la mujer pecadora, aunque se le conoce con ese nombre. Cercanos al final de la cuaresma nos enseña una nueva forma de comportarnos con Dios y con los demás.
Con la piedra en la mano
El relato lo sitúa san Juan en el templo donde Jesús llega desde el monte de los Olivos después de pasar la noche en oración y se sienta a enseñar. Le interrumpen un grupo de escribas y fariseos que con piedras en la mano le presentan a una mujer sorprendida en adulterio y que quieren lapidar. Disfrazado de pregunta y consulta quieren tenderle una trampa. Además de la piedra en la mano, en su lengua y en su corazón también llevan la piedra de la condena responda lo que responda. Aquella mujer sin nombre es el pretexto de atacar a Jesús. Esta imagen tiene mucho parecido con actitudes que vivimos a menudo todos nosotros. No resulta extraño ver a gente que vive con la piedra en la mano dispuestos a lanzarla contra todo y contra todos. Nosotros también llenos de justicia nos creemos con derecho a lanzar la piedra del insulto, del desprecio, de la condena a los que se equivocan. No necesitamos muchas razones para esgrimir el derecho de arrojar la piedra y herir al indefenso porque es culpable.
Casi un milagro
Os invito a que nos pongamos en la piel de aquella mujer. Sin duda que se sentiría avergonzada, culpable, llena de miedo y temor y con la certeza de una muerte cruel. No era su situación nada halagüeña. Como ella nosotros hemos podido también experimentar que nos miran con la piedra en la mano. Su vida dependía de que Jesús, ante quien la habían llevado, intercediera por ella. No conocemos cómo miraría a Jesús, qué sentimientos tendría de esperanza en aquel hombre que no sabemos si conocía. Jesús calla, no dice nada y parece ausente. Ni ella dice nada ni nada dice su abogado que guarda silencio y se pone a escribir en el suelo. El tiempo se le haría eterno hasta que una única pregunta, que hace a todos, cambia el latido de su corazón. ¿Quién esté libre de pecado que tire la primera piedra? Ninguna piedra salió de las manos de aquellos que la acusaban. Recuperaría el aliento y es posible que pensara que había sucedido un milagro. Aquella mujer salvó su vida gracias a la presencia de Jesús. Sin darse cuenta contó con el mejor abogado que defendió su causa y la ganó. En silencio Dios actúa en nuestra vida. Aquello que parece imposible puede tener solución si Dios está presente en nuestros problemas.
Tampoco yo te condeno
La historia seguro que tuvo un final donde las lágrimas aparecieron en los ojos de aquella mujer al escuchar las palabras de Jesús: tampoco yo te condeno. San Juan no nos lo cuenta. Tal vez si hubiera sido san Lucas nos habría dejado detalles más entrañables de ese final. Jesús, que había sido interrumpido en su enseñanza en el templo aquel día, pudo enseñar a todos los presentes que Él había venido a salvar y no a condenar. ¡Que hermosa lección! Lección que debemos aplicarnos hoy nosotros que no debemos condenar y castigar sino salvar y perdonar. No puede ser, en adelante, actitud cristiana condenar al indefenso, al pecador, al que no tiene nombre porque el Señor sigue queriendo que viva. Se nos enseña a saber condenar el pecado y salvar siempre al pecador para que en adelante no peque más. Pidamos al Señor que sepamos aplicárnoslo a nosotros y no a los demás.
José María de Valles. Delegado diocesano de Liturgia