La Iglesia celebra el domingo 15 de junio, solemnidad de la Santísima Trinidad, la Jornada Pro Orantibus, que este año lleva por lema: “Orar con fe, vivir con esperanza”. Una jornada en la que tenemos especial recuerdo agradecido para los hombres y mujeres de Vida Contemplativa que viven en los conventos y monasterios de nuestra Diócesis de Palencia.
Los obispos de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada en su Mensaje para esta Jornada subrayan que el lema de la Jornada de este año Orar con fe, vivir con esperanza es «un certero resumen de la vida contemplativa en este año jubilar». La solemnidad de la Santísima Trinidad nos convoca para volver a pasar por el corazón a los hombres y mujeres que se han consagrado en la Iglesia a vivir a imagen del misterio trinitario.
En este sentido, los obispos recuerdan que «en una existencia que se sostiene orando con fe, a imagen de Jesús, que se retira para encontrarse con el Padre, no caben la apatía, la rutina, ni la desesperanza, sino que su fruto es justamente una vida que se afronta con esperanza, con entera confianza en el Señor y en su querer para nosotros, porque sabemos que solo Él tiene el poder y la voluntad de esperanzarnos y siempre cumple sus promesas».
En esta unión especialísima de oración y vida, fe y esperanza, el fallecido papa Francisco proponía a Abrahán, nuestro padre en la fe, también como «padre en la esperanza». «Abrahán y Sara, en su realidad de ancianidad y esterilidad, son figuras simbólicas que bien pueden alentar una vida contemplativa que ora con fe y vive con esperanza en estos tiempos», apuntan los prelados.
En este sentido, los cristianos estamos llamados a vivir la experiencia firme de la fe de Abrahán, «el cual cree con todo su corazón en el Dios que hace salir a su pueblo de la desesperación y de la muerte, y convoca a todos a la vida a través de un itinerario de fe y esperanza».
Materiales para la Jornada Pro Orantibus
En los materiales que ofrece la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada, además del mensaje de los obispos, se pueden leer para la reflexión cuatro testimonios de personas consagradas: M.ª Pilar Avellaneda Ruiz, CCSB, del Monasterio de La Encarnación (Córdoba); Fr. Miguel María Vila Arteaga, monje de San Isidro de Dueñas; y del P. Manuel Gómez-Tavira, Vicario episcopal de Vida Consagrada, de la diócesis de Vitoria; H. Maria Amata di Gesú, de las Carmelitas Descalzas de Toro (Zamora); además de una catequesis del papa Francisco sobre la esperanza.
• Folleto completo con los materiales
• Subsidio litúrgico del celebrante
• Subsidio litúrgico para el monitor
• Estampa
«Peregrino y orante de la esperanza que no defrauda»
Testimonio de Fr. Miguel María Vila Arteaga. Monje de San Isidro de Dueñas
Recuerdo que antes de ingresar en el monasterio, hice una peregrinación cruzando Italia hasta Montecassino para encomendar a san Benito y santa Escolástica mi vocación. Era también mi despedida de la montaña y las grandes rutas. Al entrar en la basílica quedé impresionado por un fresco inmenso de 50 m² pintado por el maestro Annigoni sobre la fachada interna de la basílica, se llamaba El paraíso benedictino o La gloria de San Benito. Confieso que nunca he podido experimentar con tanta profundidad lo que dice el Concilio Vaticano II en Sacrosanctum Concilium:
Entre las actividades más nobles del ingenio humano se cuentan, con razón, las bellas artes, principalmente el arte religioso y su cumbre, que es el arte sacro.
Estas, por su naturaleza, están relacionadas con la infinita belleza de Dios, que intentan expresar de alguna manera por medio de obras humanas[1].
Arriba de tal fresco en las semilunas estaban pintadas las figuras de Moisés y de Abrahán dos pinturas del mismo pintor llenas de expresión y colorido. En ese momento podía identificarme con ellos, después de muchos días caminando kilómetros y kilómetros. En mi mente pensaba que después de tantos años, montes y caminos de tierra y piedra, se acababan mis salidas a las montañas, me despedía de mis botas, mis gastados pantalones de pana, mi mochila, mi saco de dormir y mi querida boina.
No podía imaginar que entonces iba a comenzar la verdadera peregrinación y, si bien ya externamente no podría parecerme a las figuras desgarbadas y necesitadas de una buena ducha de los patriarcas pintadas por Annigoni, ahora realmente iba a iniciar yo mi verdadera peregrinación hacia la ciudad que me tenía preparada Dios[2].
En efecto, Abrahán recibió la promesa de fundar un linaje de una mujer estéril, parecía que la promesa se desvanecía por el tiempo, parece que Dios tarda, y entonces se buscan atajos y soluciones intermedias. Abrahán busca la descendencia por otras mujeres cercanas a Sara, pero será Sara, la estéril, la que dará descendencia a Abrahán, de ahí nacerá el pueblo de Dios[3]. Aunque, aquel fruto de la promesa, aquel hijo que amaba le fue pedido en sacrificio, sacrificio que se le ahorró, para cumplirse más adelante en la cruz con el Hijo amado del Padre[4].
También Moisés figuraba esta peregrinación interior, este nuevo itinerario donde se mueve el corazón más que los pies, en ruta desde el egoísmo hasta la caridad. Moisés, el tartamudo, es enviado a dialogar con el faraón. Sin duda es un ejemplo de la verdadera esperanza. Después de tantos padecimientos y paciencia parece que todo queda en nada, tan solo viendo de lejos la tierra prometida[5] como nos dice el autor de la Carta a los Hebreos:
Con fe murieron todos estos, sin haber recibido las promesas, sino viéndolas y saludándolas de lejos, confesando que eran huéspedes y peregrinos en la tierra. Es claro que los que así hablan están buscando una patria; pues si añoraban la patria de donde habían salido, estaban a tiempo para volver. Pero ellos ansiaban una patria mejor, la del cielo. Por eso Dios no tiene reparo en llamarse su Dios: porque les tenía preparada una ciudad[6].
Puede resultar desalentadora la promesa de Dios, escuchando y leyendo estos testimonios bíblicos. Algo así me aconteció también en mi primera lectura de la Regla de san Benito. Aparte de la incipiente devoción que le tuve a él y a su hermana, santa Escolástica, me cayó como un jarro de agua fría al leerla por primera vez, tras pasar unos días en la hospedería del monasterio. Esperaba un texto que me ayudara a todo. A pesar de algunos párrafos estimulantes, san Benito ponía ante mis ojos la realidad de una comunidad humana de hombres que quieren buscar a Dios, pero que están en camino. Muchas partes me resultaban ajenas a la sensibilidad de un joven del entonces final del siglo xx. El tiempo ha hecho que este texto, después de la Biblia, sea objeto diario de meditación y aceite que mantiene encendida la lámpara del templo del Espíritu, que es mi alma. Como los frutos más nutrientes y con más propiedades vienen rodeados de una dura corteza, que esconde el rico meollo.
Al ingresar en el monasterio, se van cayendo las preconcepciones. Surge un vértigo al ver el vacío que hay entre lo que se deja y lo que se va a abrazar. Entre estos dos puntos hay un precipicio, la nada que suscita la incertidumbre, o el miedo, o ambas a la vez. Entonces, en el vacío se extiende el puente colgante de la esperanza. Me di cuenta de que entraba en una vida que se alimenta de la profecía, de la esperanza, y que esta esperanza no tiene nada que ver con las promesas de un político, las alegorías del poeta, los proyectos de una arquitecto, los sueños de un idealista o los pronósticos de un economista. San Benito recuerda con insistencia que al recién ingresado se le debe advertir de las cosas ásperas que va a encontrar en el monasterio[7]. Pero también, en esas dificultades la voz del amoroso patriarca san Benito nos alienta a que, cuando las cosas se ponen difíciles, no huyamos aterrados, pues la enmienda de los vicios y la cosecha de la caridad exigen a veces esfuerzos, pero con el tiempo el corazón se dilata por la acción del Espíritu[8].
No obstante, conforme van pasando los años y las ilusiones se desvanecen, entonces es cuando la esperanza, como virtud teologal, actúa en nuestra vida. El claustro deja de ser el lugar perfecto, para convertirse en el lugar donde perfeccionarme en la caridad, la paciencia y la misericordia conmigo mismo y con los demás. La ilusión deviene en esperanza. Pero esta transformación implica la renuncia a los ídolos de este mundo, como son el éxito y la inmediatez. Esta actuación de la gracia necesita también de nuestra colaboración.
El realismo de saber que en esta vida no somos más que peregrinos y que no podemos edificar aquí nuestra morada, nos estimula a correr más hacia la verdadera meta de nuestra vida. Para aquel que tiene prisa, san Benito le recomienda un ejercicio que nutre la esperanza del monje, lo ilumina, lo renueva. Quien tenga prisa tiene ahí las páginas del Nuevo y Antiguo Testamento, la lectura de las obras y las vidas de los padres[9]. Así, como nos enseña ese otro peregrino de la esperanza que fue san Pablo, «todo lo que se escribió en el pasado, se escribió para enseñanza nuestra, a fin de que a través de nuestra paciencia y del consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza»[10]. La lectio divina, el contacto con los grandes maestros de la espiritualidad y sus ejemplos mantienen el calor del alma cuando la caridad amenaza con enfriarse.
Pocas personas habrán vivido y explicado con tanta intensidad la vida monástica como san Gregorio Magno, hijo de san Benito y padre de la espiritualidad benedictina. Él vivió la profunda experiencia de Cristo, con sus consuelos y desolaciones, también fue hombre de su tiempo, elevado antes de entrar en el monasterio a prefecto de la ciudad de Roma y después, tras hacer de su casa un monasterio, obispo de Roma en un mundo que se rompía, que parecía desfallecer. Hoy san Gregorio, desde la comunión de los santos, como un hermano en la fe, nos puede dar un valioso testimonio para mantener encendida con el aceite de su doctrina la lámpara de nuestra esperanza:
Cuando el jornalero mira las obras que ha de hacer aflige de pronto su alma viendo la grandeza y la longitud de su trabajo; pero cuando vuelve su espíritu fatigado a considerar el galardón de su obra, reforma las fuerzas para el ejercicio de la tarea; así que estima por muy liviano por la remuneración, lo que tenía por grave en el trabajo. Así los varones escogidos, cuando padecen las adversidades de este mundo sufren vergüenzas, injurias, daños y tormentos del cuerpo, consideran que son graves las cosas en que se ejercitan, pero cuando extienden los ojos del alma a la contemplación de la patria soberana, hallan que todo lo que padecen es muy liviano, en comparación al premio. Porque lo que en el dolor se muestra ser insoportable, en la consideración discreta de los galardones se mitiga […]. Así que el fin de la obra espera como jornalero el que, considerando los crecimientos del galardón, estima los trabajos por muy pequeños[11].
San Benito, en el capítulo donde trata los doce grados de la humildad, siguiendo las enseñanzas de san Pablo nos estimula con el ejemplo de los monjes que, seguros de la recompensa divina que esperan, prosiguen gozosos diciendo: «Pero en todo esto triunfamos por aquel que nos amó»[12]. La esperanza actúa, no defrauda, poque ese amor ha sido derramado en nuestros corazones[13], lugar al que debemos ir para encontrarnos con aquel que tiene una palabra de aliento para el abatido[14].
[1] SC 122.
[2] Cf. Heb 11,16.
[3] Cf. Gen 17,15-17.
[4] Cf. Gen 22,1-18.
[5] Cf. Dt 34,4.
[6] Heb, 11,13-16.
[7] Cf. RB LVIII,8.
[8] Cf. RB, Pról., 57-59.
[9] Cf. RB LXXIII,1-7.
[10] Rom 15,4.
[11] San Gregorio Magno, Moralia in Job, Pars II, lib. VIII, cap. VIII, 14.
[12] RB VII, 39.
[13] Cf. Rom 5,5.
[14] Cf. Is 50,4