Artículo de Eduardo de la Hera Buedo, para Iglesia en Palencia
El miedo al contagio es tan viejo como la humanidad. La Biblia nos habla de la desgracia que les caía a los leprosos, “malditos de Dios y de los hombres”. Apartados del templo y alejados de las gentes. La grandeza de Jesús brilló, precisamente, en aquella admirable actitud suya de salir a buscarlos. En vez de huir de ellos, se solidarizó con ellos. Y así fue como por amor se hizo leproso (cf Is 53, 2-4).
Él era un osado, un temerario que buscaba a la abandonada “población de alto riesgo”. Y la encontró. Como después han hecho sus mejores amigos: médicos, misioneros, voluntarios de Dios. Como haría en el siglo XIX, por poner un ejemplo, Damián de Veuster (o Damián de Molokai). Como hacen algunas religiosas que, sin apenas medios, intentan atajar las pandemias del hambre en el Sahel africano.
Jesús hizo lo que pudo con los apestados, los acogió y sanó. Y todo, ¿para qué?
Para devolverles la confianza, para reintegrarlos en la comunidad socio-religiosa de entonces, en la que había puros y apestados, libres y esclavos, santones y pecadores públicos. Él vino a buscar lo perdido.
Es curioso constatar que, sumergidos en la sociedad de la opulencia, cuando la propaganda desarrollista nos ha ido metiendo en el cerebro que esto de la peste y sus consiguientes miedos son cosa de otros tiempos (la gripe de 1918, la “peste negra”, etc), de repente, ¡zás!, nos cuentan que allá en China, muy lejos, se muere la gente de algo que llaman “coronavirus” (algo que los más finos conocen como el Covi 19)...
¿En China? Sí, sí, en China. Pero no había pasado un mes desde esta noticia, y todos andábamos ya de cabeza, metidos en el mismo “apocalipsis” que los chinos.
Pestes y pandemias han sido tema recurrente para estudiar las reacciones del ser humano. La muerte, con su descarnado y desvergonzado rostro, va y enseña a medio mundo la guadaña, y... ¡ella, la muerte, se queda tan fresca! ¡y a nosotros nos deja con mascarilla y con la cara a cuadros! ¡Pues vaya plan!
Ahora ha muerto Max Von Sydow, protagonista de la película “El séptimo sello”, un clásico de aquel original sueco, Ingmar Bergman, que planteaba sin pudor el problema de la muerte (en forma de peste) y de todas las reacciones que ella suscita. La obra inmortal del premio Nóbel, Albert Camus, “La peste”, le sirvió al joven literato (muerto en accidente con 47 años) para plantear la solidaridad como única solución ante el mal. En la novela de Thomas Mann, “Muerte en Venecia”, el artista que persigue inútilmente la belleza, muere trágicamente, sin alcanzarla, víctima también de la peste. Todo esto parece arte de anticipación, ambientado justamente en el norte rico de Italia, donde lo que menos esperaban ahora, en el 2020, banqueros, economistas, patronos, obreros y turistas, era una “peste”, llamada coronavirus. Lo mismo que está ocurriendo en España.
De repente hemos sido muchos los que, mirándonos en el cruel espejo de la vida, hemos exclamado: “¡Caramba, que esto puede ir en serio! Yo era un anónimo ciudadano, y resulta que, de la noche a la mañana, me he convertido en “población de alto riesgo”. ¡Vaya honor, ¿eh?!
Pero esto de la peste, ¿no era algo de la Edad Media? Entonces, ¿qué hacemos aquí, metidos en casa, si estamos en el siglo XXI? Habrá que volver a rezar: “A peste, fame et bello, libera nos, Domine”... ¡Sí, que Dios nos ayude en esta hora!