+ Mons- Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia
El Diccionario de la Real Academia de la Lengua dice que la palabra “miedo” -del latín metus- temor, tiene varios significados. 1. Angustia por un riesgo o daño real o imaginario. 2. Recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea. Miedo insuperable, en Derecho, miedo que, anulando las dificultades de decisión y raciocinio, impulsa a una persona a cometer un hecho delictivo. Es circunstancia eximente.
Hoy todos estamos un poco amenazados por el miedo. El coronavirus, y hablo de mi propia experiencia, nos ha hecho experimentar el miedo a tenerlo, el miedo a ingresar en un hospital y más en las UCI, el miedo a contagiar, el miedo a ser portadores del virus y poder contagiar a otros, a la propia familia, los hijos, a los padres, a los abuelos, a los mayores. El miedo a que, si no lo teníamos, nos contagiaran y nos llevó, siguiendo las recomendaciones sanitarias, a dejar de darnos la mano, no abrazar a nadie, no besar a nadie, y por eso comer aparte, con medidas para estar separados, usar mascarillas, no tocarse la cara, ni los ojos, etc... También miedo a que la empresa donde trabajamos cierre, nos mande al paro, o solicite un ERTE y a saber si iban a admitirlo y si iba a llegar el dinero; temor por lo que iba a pasar a nuestra familia. Hoy mismo se está despertando el miedo de nuevo porque en China, en otras naciones y en otras regiones españolas está rebrotando el virus. De poco sirve los estudios de la realidad, en la exactitud de nuestros proyectos o en la evaluación de las posibilidades y de los riesgos que se prevén, y las informaciones que dan los supuestos entendidos que nos llegan por los medios de comunicación social porque a veces informan interesadamente.
El miedo que tiene el niño a la oscuridad de la noche o el enfermo a empeorar, el miedo a otros peligros, el miedo a la muerte, y el miedo al más allá.
Es normal el miedo. Jesús también sintió miedo en el Huerto de los Olivos y el vio cómo los discípulos se quedaban paralizados por el miedo (Lc 22, 44).
¿Cómo reaccionar? ¿Mirando a otra parte, negándolo, haciéndonos el Quijote, autoengañándonos y engañando a los demás? La respuesta no es ser osados. Tampoco es ser Sanchos Panza. La respuesta es confiar. No la esperanza de que a nosotros no nos toque o afecte. Una sociedad libre no se puede edificar sobre el miedo, el temor y la desconfianza.
El niño, en la noche oscura, o en el día cuando ve un peligro, se refugia en su madre o en su padre, y así, sintiéndose acompañado por quien sabe le aman y se desviven por él.
Los cristianos tenemos que afrontar la vida y todo lo que suceda en ella, incluida la enfermedad y la misma muerte con la confianza en Dios. La Biblia está llena de invitaciones a la confianza, de manera especial el Evangelio. Por citar algunos pasajes recordemos lo que el ángel le dice a la Virgen María en la Anunciación, turbada lo que el mensajero divino le había anunciado: «No temas, María; has encontrado gracia ante Dios» (Lc 1, 30). A los pastores de Belén, les dice el enviado de Dios: «No temáis, os anuncio una buena noticia que será gran alegría para todo el pueblo» (Lc 2, 10). Envía a los Doce, sin ocultarles las dificultades que van a encontrar y los dice: «No les tengáis miedo, porque nada hay encubierto que no llegue a descubrirse; ni nada hay escondido que no llegue a saberse... No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no puedan matar el alma; no, temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna» (Mt 10, 32-28). A los apóstoles le dice en la Última Cena: «No se turbe vuestro corazón, creen en Dios y creed en mi» (Jn 14, 1). Resucitado, se aparece a los discípulos que estaban en el Cenáculo, «con las puertas cerradas por miedo a los judíos y Jesús, se pone en miedo y les dice: Paz a vosotros» (Jn 19, 20).
¿En que se funda nuestra confianza? En que el Dios de nuestro Señor Jesucristo es Padre, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad. Dios es Padre, lleno de ternura y amor, que no quiere sino el bien de sus hijos e hijas; es madre que no se olvida de nosotros, como una madre no puede olvidarse del fruto de sus entrañas, nos lleva tatuados en sus palmas. (cfr. Is 49, 14-16). La prueba máxima de su amor, de su cercanía es el Mismo Jesús, que lleva por nombre Enmanuel, que significa Dios con nosotros. Es más, Él continua su presencia por medio del Espíritu Santo que nos cerciora de Dios está con nosotros: «Y si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo nos dará todo con él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y además intercede por nosotros ¿Quién nos separará del amor de Cristo?... En todo vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado» (Rom 8, 31-39). Confiemos en Él, en su amor, sabiduría, providencia y misericordia.