Parábola de la fraternidad en un mundo herido

Parábola de la fraternidad en un mundo herido

+ Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia

No se trata de una parábola al uso que el diccionario de la RAE define como “narración de un suceso fingido del que se deduce por comparación o semejanza, una verdad importante o una enseñanza moral”; tampoco de una parábola de las que se hablan en Geometría. Se trata de un ejemplo vivo y real que tenemos entre nosotros, los palentinos todos, de la ciudad y la provincia, y en el que a veces no caemos en la cuenta y en el que os invito a fijar la mirada del corazón con gratitud. Es la Vida Consagrada, el estilo de vida consagrada que llevan las comunidades religiosas en nuestra diócesis. Unas las denominamos contemplativas y otras activas, en sus diversas modalidades que no explico para no perdernos. En ocasiones nos fijamos en lo que trabajan, en su actividad en bien de la sociedad; hoy os invito a fijarnos en su estilo de vida.

Dicen que Voltaire decía de ellas que entran sin conocerse, viven sin amarse y mueren sin llorarse, pero es mentira. Lo digo desde mi experiencia personal y desde mi conocimiento y trato con las distintas comunidades. Las comunidades religiosas son comunidades de hermanos y hermanas; son familias, cada una con su estilo propio, decimos su carisma y su fundador o fundadora, pero todas formadas por hermanos y hermanas que viven fraternalmente unidos.

Nos une, como a todos los cristianos en la Iglesia, la gran familia de la cual somos parte hasta formar un solo cuerpo y tener un solo Espíritu, como una sola es la esperanza a la que todos hemos sido convocados, tenemos «un Señor, una fe, un bautismo; un Dios, Padre de todos, que está sobre todos y actúa por medio de todos y está en todos» (Ef 4, 4-6). Pero Dios, en esta gran familia que es la Iglesia, llama a cada persona a seguirle en pos de Cristo de una manera determinada. A los miembros de la vida consagrada nos ha llamado a vivir en el seguimiento de Cristo y dar testimonio de su Evangelio tratando de imitar a Jesucristo en pobreza, castidad y obediencia. Pobreza, porque nuestra riqueza la ponemos no en los bienes materiales, en tener mucho dinero, sino en amar y compartir con los demás lo que somos y tenemos, especialmente con los pobres y necesitados y vivir sobria y austeramente. Castidad, no porque seamos solterones o solteronas o despreciemos el matrimonio o la sexualidad, sino porque sentimos que Dios nos llama a amar al estilo de Cristo que amó con un corazón indiviso a todos, sin distinción alguna. Y Obediencia, que no significa renunciar a nuestra libertad, sino que nos llama a escuchar la voz de Dios y de Jesús y, previo discernimiento, seguirla con docilidad y en fraternidad.

La vida de los consagrados nos lleva a compartir la casa; vivimos juntos en el monasterio o convento; en la capilla oramos juntos, reunidos en un mismo lugar y en comunión con la Iglesia entera, con los salmos, especialmente en la Eucaristía diaria. En el convento cada uno tiene su habitación. Los problemas o necesidades de la casa y los proyectos de todo tipo se ven en común, donde cada uno tiene una voz. Oramos juntos, reunidos en un mismo lugar y en comunión con la Iglesia entera, con los salmos, especialmente en la Eucaristía diaria. No hay miembros de primera clase o división como en el futbol, sin privilegios, salvo los enfermos e impedidos. Compartimos la comida; la comida, como en cualquier familia, es en común. No tenemos bienes propios ni economía propia, todo es de todos, todo lo que se recibe entra en la caja común y de ahí se va sacando para los gastos que haya que realizar. Los problemas o necesidades de la casa, y los proyectos de todo tipo se ven en común, donde cada uno tiene su voz y su voto. Los trabajos se distribuyen según las capacidades de cada uno, todos trabajamos para ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente si lo permite la salud y los años; unos en la enseñanza, otros en la actividades sociales o eclesiales, otros en otras actividades de la casa. Cuando alguno fallece todos nos reunimos en torno al hermana o hermana difunto para dar orar por él o ella desde la fe en Cristo resucitado, nuestra esperanza. No lloraremos con lágrimas que caen por las mejillas, quizás, aunque también, sino con lágrimas del corazón que sólo las ve Dios. Como humanos, tenemos nuestros fallos en la convivencia, pero se intenta solucionar con el diálogo, la corrección fraterna y el perdón mutuo.

En este mundo nuestro herido por tantas pandemias, no sólo del Covid-19, la vida consagrada no cierra los ojos ni las manos, ni mira para otra aparte, sino que ayuda como el buen samaritano según sus posibilidades y capacidades con sus obras en el campo educativo, asistencial, y, sobre todo, aunque esto muchas veces no se ve, con su oración ante el Señor por todos y las necesidades de todos porque no hay nada verdaderamente humano ajeno a su corazón.