El beato Juan Pablo I - (1)

El beato Juan Pablo I - (1)

+ Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia

El pasado domingo, día 4, el papa Francisco, declaró beato- bienaventurado- a Albino Luciani, papa Juan Pablo I, sucesor de San Pablo VI.

En la homilía de la Eucaristía, y comentando la Palabra de Dios del domingo, le citó varias veces; así cuando comentaba que hay que seguir a Jesús con la cruz, dijo de él: «¡Para hacer esto es necesario mirarlo más a Él que a nosotros mismos, aprender a amar, obtener ese amor del Crucificado! Allí vemos el amor que se da hasta el extremo, sin medidas y sin límites. La medida del amor es amar sin medidas. Nosotros mismos -dijo el Papa Luciani- “somos objeto, por parte de Dios de un amor que nunca decae”». Y en otro momento: «Amar; aunque cueste la cruz del sacrificio, del silencio, de la incomprensión y de la soledad, aunque nos pongan trabas y seamos perseguidos; amar así, incluso a este precio. Porque -como dijo también el Beato Juan Pablo I- si quieres besar a Jesús crucificado “no puedes por menos de inclinarte hacia la cruz y dejar que te puncen algunas espinas de la corona, que tiene la cabeza del Señor”».

Al final de la homilía nos dijo: «Hermanos, hermanas, el nuevo beato vivió de este modo: con la alegría del Evangelio, sin concesiones, amando hasta el extremo. Él encarnó la pobreza del discípulo, que no implica sólo desprenderse de los bienes materiales, sino sobre todo vencer la tentación de poner el propio “yo” en el centro y buscar la propia gloria. Por el contrario, siguiendo el ejemplo de Jesús, fue pastor apacible y humilde. Se consideraba a sí mismo como el polvo sobre el cual Dios se había dignado escribir. Por eso decía: “¡El Señor nos ha recomendado tanto que seamos humildes! Aun si habéis hecho cosas grandes, decid: siervos inútiles somos”».

Con su sonrisa, el papa Luciani logró transmitir la bondad del Señor. Es hermosa una Iglesia con el rostro alegre, el rostro sereno, una Iglesia que nunca cierra las puertas, que no se queja ni alberga resentimientos, que no está enfadada, no es impaciente, que no endurece los corazones, que no se presenta de modo áspero ni sufre por la nostalgia del pasado cayendo en el “involucionismo”. Roguemos a este padre y hermano nuestro, pidámosle que nos obtenga “la sonrisa del alma”, que es transparente, que no engaña: la sonrisa del alma. Supliquemos, con sus palabras, aquello que él mismo solía decir: «Señor, tómame como soy, con mis defectos, con mis faltas, pero hazme como tú me deseas».

El 6 de agosto de 1978 moría el Papa Pablo VI. Y el 26 del mismo mes fue elegido papa Albino Luciani, hasta entonces Obispo-Patriarca de Venecia. Se puso ese nombre Juan Pablo, recordando a Juan XXIII que lo había ordenado obispo y lo había sucedido como obispo en Venecia. Y recordando que Pablo VI le había impuesto su propia estola en la Plaza de San Marcos en Venecia. Él confesaba que no tenía la sabiduría del corazón del papa Juan XXIII, ni la preparación y la cultura del papa Pablo VI, pero estaba dispuesto a ser a la Iglesia. En sus primeras palabras como Papa deseaba a todo el mundo los dones de la paz, la misericordia y el amor, y comparaba a la Iglesia con la nave de Pedro que, a pesar de todo, está viva en el corazón de los hombres, incluso de aquellos que no comparten su doctrina y no aceptan su mensaje. Él, sirviendo a la Iglesia, quería servir al mundo entero, sirviendo a la verdad, a la justicia y a la paz, a la concordia, a la cooperación, tanto en el interior de las naciones, como de los diversos pueblos entre sí.

Según él la Iglesia está llamada a dar al mundo ese “suplemento de alma” que tantos reclaman y que es el único capaz de traer la salvación. Él tenía como propósito, continuar la herencia del Concilio Vaticano II, recordar que el primer deber de la Iglesia es la Evangelización, siguiendo la exhortación de Pablo VI Evangelii Nuntiandi; fomentar el ecumenismo, proseguir con paciencia y firmeza el diálogo sereno y eficaz que el Pablo VI había señalado como estilo pastoral en la encíclica Ecclesiam Suamm y secundar todas las iniciativas orientadas a tutelar la paz en el mundo, superando la violencia ciega, promoviendo la convivencia internacional, el progreso social y el desarrollo de los pueblos menos dotados de bienes materiales, pero ricos en energías y aspiraciones.

Como papa duró poco: treinta y tres días, pero su mensaje y sonrisa, sus catequesis, siguen interpelando. En domingos próximos presentaré algunas anécdotas de su vida, recogidas por un compañero agustino que vive en Valladolid, el P. Blas Sierra de la Calle, que estuvo muy cerca del Papa Luciani, y de su humanidad y santidad sencilla, como la de tantos que viven con nosotros, en la puerta de al lado.