El amor a uno mismo

+ Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia

Puede que alguno se asuste o se escandalice: ¿Cómo el obispo habla del amor a uno mismo? ¿No se opone la Iglesia al amor a uno mismo? ¿No es fomentar el egoísmo? No hay motivo para asustarse ni para escandalizarse. El egoísmo es otra cosa; es el “inmoderado amor que uno tiene a sí mismo y que le hace ordenar todos sus actos al bien propio, sin cuidarse del de los demás” Así lo define el Diccionario de Julio Casares.

Jesús nos lo dice en el Evangelio. En una ocasión un doctor de la ley le pegunta para ponerle una prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley? Y Él le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda tu mente. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la Ley y los Profetas» (Mt 22, 34-40). Pregunta por uno y responde con dos y, encima, los nivela, los declara semejantes. Amar al prójimo... y ¿quién más próximo a uno mismo que uno mismo?

Y es lógico que nos amemos a nosotros mismos; nos ama Dios que nos ha creado, nos ha redimido, nos ha hecho sus hijos y hermanos en Cristo. Nosotros tenemos que amar lo que Dios ama, por tanto, también a nosotros.

Es más: tenemos que comenzar por amar al prójimo para poder amar a Dios. Amar a Dios es el mandamiento principal y primero en la jerarquía del precepto, porque Dios es más y primero que el hombre; pero en el rango de la acción hay que amar al hombre, al prójimo, antes que a Dios, porque «quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (I Jn 4, 20-21). Todavía no ves a Dios, amando al prójimo haces méritos para verlo; con el amor al prójimo aclaras tu pupila para mirar a Dios, como sin lugar a dudas dice Juan: «Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve». Ama al prójimo, y trata de averiguar dentro de ti el origen de ese amor; en él verás, tal y como ahora te es posible, al mismo Dios (San Agustín. Tratado sobre el evangelio de san Juan, 17, 7-9). Y mucho más, si en tus ojos echas el colirio de la fe (San Agustín, Idem, 34, 8-9).

Amar al prójimo de verdad, en su integridad, supone reconocer que el misterio profundo del prójimo, de uno mismo, de cada persona es Dios, que lo ha y nos ha creado, redimido y santificado.

¿Cómo amarnos a nosotros mismos? Resumiendo, diría que como Dios nos ama. ¿Qué quiero decir?

Guarda los mandamientos. Comienza por conocer y reconocer a Dios como Dios, Padre santo, con entrañas maternales, oír su Palabra, seguir a su Hijo Jesucristo, orar, dialogar con Dios, no darle la espalda, no olvidarle, creer en su amor, dejar que nos ame, que sea Dios en nosotros. Darle culto, participar en las celebraciones de la comunidad cristiana, si es familia, mejor, darle gracias y pedir su ayuda y perdón, etc.

Cuidar tu salud; el quinto mandamiento no es únicamente no matar, sino positivamente defenderás la vida, comenzando por la tuya, acudiendo al médico cuando sea necesario, no hacer nada que perjudique a tu salud como beber en exceso, consumir drogas, y sustancias dañinas, buscar tiempos de descanso, hacer deporte, etc. También programar tiempos para leer, reflexionar, instruirte, cuidar tus aficiones sanas, oír música que relaje y ensanche en espíritu en esta sociedad de tanto estrés y ruido; potenciar tus cualidades, tus talentos, no enterrarlos con una falsa humildad pensando que no valgo para nada; saber aceptarnos como somos, ser consciente de nuestros límites y mortalidad, de nuestra fragilidad y flaqueza, saber perdonarse uno a sí mismo, como Dios nos perdona.

Estar abiertos a los demás, porque no somos islas sino seres sociales, hermanos, abiertos a la familia, al esposo, a la esposa, a los abuelos, a los hijos, hermanos, amigos, familiares, a todos los hombres a las inquietudes de la sociedad, implicarse en causas justas y nobles, profundamente humanas y fraternas trabajar por el pan de cada día, el propio, el de la familia y todos los hombres, particularmente por el de los más necesitados, aportando los dones que Dios te ha dado. «La actividad humana, así como procede del hombre, está también ordenada al hombre. Pues el hombre, cuando actúa, no solo cambia las cosas y la sociedad, sino que también, se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, sale de sí y se trasciende» (G.S., 35-36).