«Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurado vosotros, cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros» (Mt 5, 10-12).
Estas palabras de Jesús, sin duda, chocan. Proclamar dichosos a los perseguidos puede parecer masoquista, de personas enfermas. ¿Qué quiere decir Jesús? «Jesús mismo remarca que este camino va a contracorriente hasta el punto de convertirnos en seres que cuestionan a la sociedad con su vida, personas que molestan. Jesús recuerda cuánta gente es perseguida y ha sido perseguida sencillamente por haber luchado por la justicia, por haber vivido sus compromisos con Dios y con los demás. Si no queremos sumergirnos en una oscura mediocridad no pretendamos una vida cómoda, porque “quien quiera salvar su vida la perderá” (Mt 16,25)» (GE, 90).
Si, la mediocridad es una de las tentaciones que nos rondan, no ser ni frio ni caliente, ser sal, pero sosa, es echar agua al vino. Por miedo al qué dirán, a que nos apunten, nos señalen, nos tengan por retrógrados o por enemigos de la sociedad, o por personas que viven fuera del tiempo, podemos caer en la tentación de hacer insignificante el evangelio, la persona de Jesús y su mensaje. Vivir así es traicionar al mismo Jesús.
Jesús mismo experimentó la persecución ya desde la infancia, con Herodes el Grande; en su vida pública pronto pudo comprobar cómo iba naciendo y creciendo la oposición por parte de fariseos, saduceos, sacerdotes y sumos sacerdotes, letrados y entendidos de la ley, incluso de su propia familia, amén de la incomprensión de los apóstoles y discípulos. Pero no por eso chaqueteó, ni renunció al mensaje y a la voluntad del Padre ni se comportó como lo exigía lo “políticamente correcto”. Su forma de vivir, su mensaje insobornable, fiel al Padre y fiel en su amor al hombre le llevó a la pasión y muerte en cruz. Pero el Padre lo resucitó con su Espíritu; el Padre manifestó con la resurrección quién es el Hijo, el Mesías, el verdadero camino para la verdad y la vida, quien es el salvador, el único salvador de la humanidad.
Los mártires de hace tiempo y los de ahora también nos dan ejemplo. Han sido calumniados traicionados, han sufrido falsedades, han sido asesinados, pero no han respondido al mal con el mal, sino con el bien, con perdón, misericordia y la verdad.
Otras personas, incluso no creyentes en Cristo, por haber luchado por la justicia, por la dignidad de la persona, por los derechos humanos, por haber vivido sus compromisos con Dios, con su conciencia y con los demás, también han sufrido. Recordemos, por ejemplo, a Gandhi.
No podemos esperar en nuestro deseo y compromiso de vivir según el evangelio que todo salga bien, que no tengamos oposición; hay que ser realistas y comprobar despiertos que hay en la sociedad otros intereses que no son los de Cristo, otras fuerzas que no son divinas, que buscan el poder caiga quien caiga y no para servir, sino para servirse, que buscan los bienes materiales para su exclusivo uso y disfrute y para conseguirlo echan mano de la violencia, la mentira, e incluso la eliminación de los que piensan y actúan de forma distinta, bien sea moralmente o realmente. Se oponen al evangelio y no están lejos de nosotros ni de nuestra sociedad. Hemos de vivir coherentemente, confiados en Dios Padre que cuida de los pájaros y en su Santo Espíritu, sin miedo (Mt 10).
El papa habla de otras persecuciones que nos pueden venir por nuestra forma equivocada de tratar a los demás (GE, 93). Un cristiano no tiene que ser raro, lejano, insoportable por su vanidad, que todo lo ve mal, siempre negativo, “profeta de calamidades”, que se opone a todo, sea lo que sea (“de qué se trata que me opongo”); un cristiano no puede obrar por resentimientos, buscándose enemigos innecesarios por falta de prudencia, por no ser sencillo como paloma ni astuto como serpiente (Mt 10, 16). Esto no es ser perseguidos por causa de la justicia sino por nuestra insensatez, inmadurez, infantilismo, u otros problemas personales. La bienaventuranza no está prometida para esta clase de persecuciones. Lo que tenemos que hacer es abrirnos al evangelio, ser prudentes, reflexivos, ser coherentes, corregirnos, convertirnos y, si es preciso, tratarnos sicológicamente.
Tenemos que pensar si hacen mofa de nuestra fe y del evangelio por nuestro antitestimonio, por nuestra incoherencia, porque desfiguramos la fe; tenemos que examinarnos si nosotros somos los causantes de que otros la ridiculicen, si somos responsables de que algunos digan: “Jesucristo, si, Iglesia no”.
No lo olvidemos, «aceptar cada día el camino del evangelio, que es ir detrás de Jesús, llevando la cruz de cada día y cargando con la cruz de los demás nos traerá problemas, pero eso es santidad» (cfr. GE, 64).
+ Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia