Los de corazón limpio y los artesanos de la paz

Jesús proclama bienaventurados, es decir, santos, a los de corazón limpio: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Dice el papa Francisco que «Esta bienaventuranza se refiere a quienes tienen un corazón sencillo, puro, sin suciedad, porque un corazón que sabe amar no deja entrar en su vida algo que atente contra ese amor, algo que lo debilite o lo ponga en riesgo» (GE, 83). Hoy somos muy sensibles a la limpieza, y está bien. Nos gusta que las personas vayan aseadas, duchadas, que las calles estén limpias de todo, también de papeles, de excrementos, de restos de botellones, etc. Pero no sé si cuidamos así también el corazón, nuestra mente, nuestro interior.

Creo que muchas veces cuidamos las apariencias, pero ¿y el corazón? Hay un pasaje muy elocuente en la Biblia. Samuel va buscando un rey para Israel. Llega a casa de Jesé, de Belén. Llama los hijos de Jesé, van pasando uno a uno, y él piensa ante Eliab: Este es el elegido por Dios, pero Dios le dice: «No te fijes en la apariencia ni en lo elevado de su estatura... No se trata de lo que vea el hombre. Pues el hombre mira a los ojos, pero Dios mira el corazón» (I Sam 16, 7).

El problema es la limpieza interior, del núcleo, de lo más íntimo de la persona, porque lo que mancha al hombre, no es lo que viene de fuera, sino lo que viene de dentro del interior del corazón, porque de ahí nacen «los pensamientos perversos, homicidios, adulterios, fornicaciones, robos, difamaciones, blasfemias. Estas cosas son las que hacen impuro al hombre» (Mt 15, 18-20).

Alguno puede decir: una cosa es el interior y otra el exterior; una cosa es lo que se dice y otra lo que se hace. Estamos olvidando que del interior del hombre se originan los deseos y las opciones, las actitudes que nos mueven y que después se concretan en actos. Y para los pensamientos está también la ética; hay pecados de pensamiento, palabra, obra y omisión. «Cuando el corazón ama a Dios y al prójimo (cfr. Mt 22, 36-40), cuando esa es su intención verdadera y no palabras vacías, entonces ese corazón es puro es puro y puede ver a Dios» (GE, 86).

Otro camino que lleva a la santidad es el de ser artesanos de la paz. Dice el Evangelio: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados los hijos de Dios» (Mt 5, 9). Cuando escribo esto oigo por la radio que hay enfrentamiento en la frontera entre Israel y Gaza. Sigue las guerras en Siria, Sudán del Sur, Yemen, Centroáfrica, etc., con lo que entrañan de mercados de armas, enfrentamiento entre grandes potencias. En muchas naciones hay injusticias que claman al cielo, así en Venezuela, Nicaragua, Cuba, Corea, China, etc. En España seguimos con enfrentamientos, manifiestos o latentes, en los que respiran odio, racismo, soberbia de unos sobre otros. También entre unas personas y otras por herencias, quítame aquí unas pajas. «Por ejemplo, cuando escucho algo de alguien y voy a otro y se lo digo; e incluso hago una segunda versión un poco más amplia y la difundo. Y si logro hacer más daño, parece que me provoca mayor satisfacción. El mundo de las habladurías, hecho por gente que se dedica a criticar y a destruir, no construye la paz. Esa gente más bien es enemiga de la paz y de ningún modo bienaventurada» (GE, 87). El papa afirma en una nota que la difamación y la calumnia son como un acto terrorista: se arroja la bomba, se destruye.

La paz tiene una fuente, Dios, que es el Dios de la paz. Cuando nació Jesús los ángeles cantaban: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad» (Lc 2, 14). «Él es nuestra paz, el que de los dos pueblos (judíos y gentiles) ha hecho uno, derribando en su cuerpo de carne el muro que los separaba, la enemistad. Él ha abolido la ley con sus mandamientos y decretos, para crear de los dos, en sí mismo, un único hombre nuevo, haciendo las paces. Reconcilió con Dios a los dos, uniéndolos en un solo cuerpo mediante la cruz, dando muerte, en él, a la hostilidad. Vino a anunciar la paz: paz a vosotros los de lejos, paz también a los de cerca» (Ef 2, 14-17). Él debe ser nuestra referencia.

Ser constructores de paz no es fácil; podemos confundirla con la guerra fría o una paz de un día para la foto. No podemos olvidarnos de las víctimas, de los inocentes y los instigadores. La paz es un arte que requiere amplitud de alma y nobleza. Hay dificultades por todas partes, sí, pero si queremos ser felices y vivir como hijos de Dios, como hermanos; si apostamos por la vida, no por la muerte, hay que intentarlo desde el amor. No hay que mirar para otra parte, ni disimular, sino afrontar la realidad desde la verdad, la memoria, la justicia, con paciencia, serenidad, creatividad, mirada larga, esperanza, sensibilidad, el perdón, la cruz.

«Mantener el corazón limpio de todo lo que mancha el amor, sembrar la paz a nuestro alrededor, esto es santidad» (Papa Francisco).

+ Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia