+ Mons. Mikel Garciandía Goñi. Obispo de Palencia
Queridos lectores: ¡Paz y bien!
Continuamos nuestro recorrido por los entresijos de nuestras almas de hombres y mujeres que habitamos en este mundo, en el que la vida se puede conjugar de tantas maneras. El vagabundo que llevo dentro me tienta a huir hacia adelante para así aliviar el dolor de la ruptura pasada. El turista que soy, me anima a coleccionar vivencias que puedo fijar en un álbum virtual. Pero no sé muy bien dónde cabe el nómada.
Comienzo con un recuerdo de cuando estudié en Roma: dos sacerdotes celebrábamos la Eucaristía los domingos con una diminuta comunidad de tres religiosas que vivían en autocaravanas en medio de un gigantesco aglomerado de chabolas en el extrarradio. Eran gitanos romaníes, venidos a Italia de Montenegro, Bosnia, y otros lugares. La pastoral con ellos se llamaba pastoral de nómadas.
De hecho, la bandera que les identificaba como itinerantes y apátridas, era la bandera blanca con una rueda de carromato como emblema. Un símbolo muy sugerente para remarcar que nunca tendrán una tierra a la que poder llamar suya. Al igual que el patriarca Abraham, la única tierra que Dios les concederá será la de un sepulcro donde reposar a la espera el Gran Día.
Los cristianos nos hemos vuelto sedentarios, y hemos llegado a considerar como algo obvio el habernos convertido en una sólida institución con edificios imponentes y bellísimos. Pero conviene recordar que Jesús el Señor se definió no sólo como Verdad y Vida, sino también como Camino. Los mismos judíos han vivido siglos de diáspora, sin la posibilidad de volver a su Tierra de referencia, la que Dios les prometió y que tantas veces perdieron.
La Iglesia, más que una institución, es un movimiento: el movimiento de Jesús. Desde Pentecostés, el cristianismo no está asociado a una raza, una lengua, una cultura. Tiene vocación de universalidad, que es una de las traducciones de catolicidad. El Cardenal Raniero Cantalamessa definió una vez a la Iglesia como comunidad itinerante y carismática. Y lo dijo porque su origen es la propia vida de Jesús, “que pasó por este mundo haciendo el bien” (Hch 10, 38). Ese era su programa: “Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido”. Así recorrió toda Galilea, predicando en sus sinagogas y expulsando los demonios” (Mc 2, 38-39).
Nuestra presencia en el mundo tiene algo de paradójico. Llamados a encarnarnos en la historia de los pueblos, no acabamos nunca de encajar del todo con la mentalidad del mundo. Una de los textos más hermosos del cristianismo antiguo es la Carta a Diogneto. En ella se describe a la comunidad cristiana de una manera muy sugerente: “Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble. Habitan en su propia patria, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña es patria para ellos, pero están en toda patria como en tierra extraña. Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben. Tienen la mesa en común, pero no el lecho”.
El texto procede del siglo I, tal vez del II. Tener algo de nómada pienso que es muy saludable. Junto con el amor y la pasión por la propia ciudad, comunidad, nación, conviene despertar la conciencia de una fraternidad ensanchada. En la ley de Moisés la consigna era clara: “no maltratarás ni oprimirás al emigrante, pues emigrantes fuisteis vosotros en la tierra de Egipto” (Ex 21.20). La Iglesia vivió con intensidad este sentido hasta el siglo IV. La parroquia, en su sentido bíblico originario, no es la comunidad de personas que viven en torno a un lugar de culto, y menos un distrito territorial, sino una comunidad de fe que vive en este mundo como extranjeros, sin derecho de ciudadanía.
Paroikós, parroquiano, literalmente significa extranjero. Puede ser muy sanador recuperar esa conciencia de exiliados, desterrados, puesto que esta tierra nuestra, no acaba de ser la tierra de todos. Sería un sueño maravilloso que los que formamos parte de las comunidades de fe, de vida, de ideales, nos viéramos más bien como navegantes en el mar de la historia. Cada mañana nos invitaría a emprender una nueva singladura, inédita, imprevisible, prometedora.