La Misericordia hecha carne y hueso

En las primeras narraciones del Evangelio de san Lucas resuena la voz de la Virgen María que confiesa, se alegra y canta a voz en grito la grandeza del Señor: «Porque ha mirado la humildad de su esclava... Y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación... Auxilia a Israel, su siervo, como lo había prometido a nuestros padres en favor de Abrahán y su descendencia por siempre» (Lc 1, 46-55). Y un poco más adelante se recoge el canto de Zacarías, el esposo de Isabel y padre de Juan, el bautista, que canta: «Bendito sea el Señor... Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz!» (Lc 1, 65-79).

Toda la creación, toda la historia está traspasada por el amor misericordioso de Dios. Pero esta misericordia no es una teoría bonita, no es un sonido que enternece nuestro ser, es un realidad de carne y hueso, tangible, audible; es una persona concreta, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre. ¿Queremos saber qué es la misericordia de Dios? Conozcamos a Jesús. ¿Queremos experimentar la misericordia? Acerquémonos a Él, dejémonos amar y tocar por Jesús. ¿Queremos que la misericordia llegue a todas las personas de todas las generaciones y con ella la luz, aleje las sombras y nos guíe a la paz? Sigamos a Jesús.

Jesús de Nazaret, el Cristo, es la Buena Nueva de Dios para los hombres. Ha venido de las mismas entrañas de Dios, «por la entrañable misericordia de nuestro Dios»; nadie más íntimo a Dios Padre que el Hijo de sus entrañas, de su Amor. Viene a traer el Reino. El Reino de Dios que es lo que deseamos, la mayoría de las veces sin saberlo, los hombres y mujeres de todos los tiempos: que reine la Verdad, la Vida, la Justicia, la Gratuidad, la Paz, el Amor, la Dicha y la Felicidad, incluso eterna, más allá de la muerte. No es un sueño, no es una utopía, es una realidad ofertada a la libertad de cada uno y de todos. ¡Cómo cambiaría nuestra vida y nuestra sociedad si viviéramos con y desde Jesús!

Y es lo que vemos en Jesús. No solo anuncia el mensaje de la misericordia, sino que lo vive, vive lo que dice. Es Maestro y Testigo fiel. El cura a los enfermos de todo tipo, está cerca de los que sufren, expulsa a los demonios que oprimen al ser humano, es decir, a los poderes que dañan la vida de los humanos; Él es el que es buena noticia para los pobres, no solo desde el punto de vista económico y social, sino que tienen el corazón desgarrado, están desesperados, no ven salida, tiene cargas pesadas. El hace posible la libertad de los cautivos, la vista a los ciegos; es perdón para Pedro y para todos los pecadores. Su palabra y ejemplo es luz para caminar por caminos que conducen a la dicha- las bienaventuranzas. Él acoge a los extranjeros y perseguidos y él mismo fue un perseguido y desterrado. El no sólo multiplica el pan, sino que se hace pan para nuestra hambre; Él mismo se hace agua para saciar nuestra sed, se hace vino para que nuestra vida sea una perpetua fiesta a pesar de los pesares. Él se acerca a los publicanos y pecadores y como con ellos, se hace su amigo, toca a la carne enferma de los leprosos; él corrige y combate con fuerza el mal, pero con respeto a las personas. En una sociedad donde todos queremos dominar, Él se hace esclavo de todos, lava los pies de todos, incluso de los traidores. Él muere y da la vida por amor para dar vida... Nos dice que Dios es Padre misericordioso con entrañas maternales y que el hombre es un ser necesitado de misericordia. ¡Qué bien lo manifiesta en las tres parábolas de la misericordia, la del pastor que busca la oveja perdida, la de la mujer que da la vuelta a su casa buscando la moneda extraviada, y , sobre todo, en la parábola del padre de los dos hijos! (Lc 15). Y esto para todos, no para unos pretendidos justos -todos somos pecadores- sino para todos, porque todos somos hijos. Y si somos hijos somos hermanos.

Jesús nos pide que sigamos sus huellas. Si un autor dijo que “la belleza salvará al mundo”, podemos afirmar que no es la belleza meramente estética, sino el amor misericordioso de Dios es el que salvará al hombre y al mundo, sólo una misericordia como la de Jesús redimirá la historia. Para eso todos tenemos que ser «misericordiosos como el Padre» (Lc 6, 36). «Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7). «Sea vuestro uniforme la compasión entrañable, la dulzura, la humildad, la comprensión... el perdón...» (Col 3, 12-15).

Para vivir así Él nos asiste con su Espíritu Santo. Sin Él no podemos hacer. Por eso lo tenemos que pedir con confianza y perseverancia y nos tenemos que dejar llevar por Él.