Enterrar y orar por los muertos

Alguno pondrá pensar el ver el título: Esta obra de misericordia está desfasada, no corresponde al mundo de hoy; aquí, entre nosotros, ya están los servicios funerarios, sean municipales o particulares, que lo realizan con profesionalidad y legalidad. Esto es verdad entre nosotros, pero tenemos que considerar que la tierra es más grande que nuestra España y nuestro pequeño mundo occidental. Pensemos en otros países de otras latitudes y culturas. Y pensemos también en nuestra cultura que es cultura de muerte -guerras, armas, aborto, eutanasia, descartes, comercialización de órganos- y su postura ante la muerte.

La muerte está ahí, la vemos todos los días, nos topamos con ella, bien en nuestra experiencia personal, bien en la experiencia ajena. En nuestra cultura queremos ocultarla, es tabú, porque nos hace palpar nuestra limitación, fragilidad y caducidad, y “ojos que no ven, corazón que no siente”. Pero el corazón siente, llora, siente la herida y sangra, porque “cuando un amigo se va, algo se muere en el alma”. No nos gusta verla ni reflexionar sobre ella porque desbarata nuestras pretensiones de ser ricos, poderosos, dioses, etc.

Hablar de la muerte no es sin más hablar del fin del hombre. Es hablar de su dignidad, de quién es el hombre, de su vida y esperanza, del más acá y del más allá. Es hablar del misterio y del enigma mayor del ser humano.

Algunos ante la muerte, desengañados de muchas cosas, se ratifican en un cierto nihilismo y dicen que somos seres para la muerte. Recuerdo un poema de José Hierro que me hiela el corazón y que se titula: Vida. “Después de todo, todo ha sido nada, / a pesar de que un día lo fue todo. / Después de nada, o después de todo / supe que todo no era más que nada. / Grito «¡Todo!», y el eco dice: «¡Nada!». / Grito «¡Nada!», y el eco dice «¡Todo!». / Ahora sé que la nada lo era todo, / y todo era ceniza de nada. / No queda nada de lo que fue nada. / (Era la ilusión lo que creía todo / y que, en definitiva, era la nada.) / Qué más da que la nada fuera nada / si más nada será, después de todo /, después de tanto todo para nada”.

Otros piensan que algo habrá. Presienten en su corazón que el ser humano debe tener alguna explicación, porque si no, qué sentido tiene amar, trabajar, sudar, sufrir, si todo se lo lleva la trampa. Seríamos los seres más absurdos del mundo: querer vivir, vivir siempre, vivir felices y no poder alcanzarlo. Sería el castigo y el tormento de Tántalo.

Casi todas las culturas ante la muerte han intuido el misterio del hombre que lleva en si la semilla de la inmortalidad. Se manifiesta en multitud de ritos y monumentos funerarios, en los que se mima el respeto al cuerpo del difunto, en las creencias religiosas que se expresan en las oraciones de un tipo u otro...

Los cristianos sentimos la herida de la muerte como todos, pero, como decía el poeta, también la de la vida y la del amor desde la esperanza del triunfo, como el labrador cuando echa en el surco la semilla de trigo. Dice el Concilio Vaticano II expresando la fe cristiana: «Ante la muerte, el enigma del ser humano alcanza su culmen. El hombre no solo es atormentado por el dolor y la progresiva disolución del cuerpo, sino también, y más aún, por el temor a la extinción perpetua. Juzga certeramente por instinto de su corazón cuando aborrece y rechaza la ruina total y la desaparición definitiva de su persona. La semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia, se rebela contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica, aunque muy útiles, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prolongación de la longevidad biológica no puede satisfacer ese deseo de vida ulterior que ineluctablemente está arraigado en nuestro corazón.

Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz más allá de los límites de la miseria terrestre... Cristo resucitado a la vida ha conseguido esta victoria, liberando con su muerte al hombre de la muerte. Así, la fe, apoyada en sólidos argumentos, ofrece a todo hombre que reflexiona una respuesta a su ansiedad sobre su destino futuro, y le da al mismo tiempo la posibilidad de una comunión en Cristo con los hermanos queridos arrebatados ya por la muerte, confiriéndoles la esperanza de que ellos han alcanzado en Dios la vida verdadera» (GS, 18).

Enterrar y orar por los muertos son expresiones de respeto, amor y gratitud hacia el difunto, gestos de esperanza porque anunciamos el triunfo de la vida y, además, manifestación de fe en la resurrección y en el Resucitado, en quien se cimienta nuestra comunión, expresada en la oración. Igualmente es un signo de fraternidad para con los familiares porque expresamos nuestra cercanía y solidaridad.

+ Manuel Herrero Fernández, OSA

Obispo de Palencia