Dice Santa Teresa que “la paciencia todo lo alcanza”. Y la fiesta de San Isidro, labrador, patrono de los labradores de nuestros pueblos, nos llama a aprender de los labradores esta virtud y a ejercer esta obra de misericordia. ¡Cómo la necesitamos hoy!
Nuestra sociedad, nuestro estilo de convivir en sociedad, comenzando por la familia, se ha vuelto impaciente e intolerante. Por señalar algunos ejemplos: ¿qué nos pasa cuando el autobús tarda en llegar, o cuando tarda el ascensor en bajar? Nos ponemos nerviosos, protestamos contra quien sea, decimos que no hay derecho, y lo pagan los otros o el gato.
Antes de seguir adelante tenemos que distinguir paciencia de tolerancia. No son idénticos, aunque hoy se apele mucho a la tolerancia como actitud ciudadana. Hay una paciencia sana y buena y hay una tolerancia sana y buena. Algunos hoy, en la sociedad, creen que tolerar, ser pacientes es tragar todo; como somos libres y cada uno tiene su verdad... San Agustín dice en su libro “De patientia”, que «la paciencia humana, cuando es recta, laudable y digna de tal nombre, es aquella virtud por la que toleramos con igualdad de ánimo lo males para no abandonar con iniquidad de ánimo los bienes, bienes por los que hemos de alcanzar otros superiores. Los impacientes rehúsan padecer los males, pero no logran escapar de ellos si no que caen bajo otros peores. En cambio los pacientes prefieren soportar el mal sin cometerlo antes que cometerlo sin soportarlo; y entonces aligeran el mal que toleran con paciencia y se libra de otro peor que les sobrevendrían por la impaciencia».
Tolerar no es lo que se dice y se hace hoy, que muchas veces no es sino una expresión del individualismo que nos corree y que no significa otra cosa sino indiferencia respecto a lo que hace nuestro prójimo. Se tolera cuando no hay más remedio, pero no porque sea bueno lo que hace el otro, sino porque no tenemos más remedio y porque no tenemos en nuestra mano evitarlo. Pensemos en una enfermedad grave; pero no pensemos en la corrupción que todos los días nos sobresalta con nuevos casos. Tenemos que ser tolerantes con lo inevitable, pero ser intolerantes con el mal evitable, con lo que personal o socialmente podemos y debemos corregir.
Ser pacientes es otra cosa; es sufrir, sí, es aguantar, es dar tiempo al tiempo, es saber esperar a que el bien venza. Como lo hace el agricultor, que, arada la tierra, abonada, echada la semilla, espera paciente la llegada de la lluvia, el paso del invierno, la llegada de la primavera, para que el grano echado en tierra nazca, brote, crezca, florezca, grane y de fruto abundante.
Tenemos que comenzar por nosotros mismos, ser pacientes con nosotros mismos, aceptando nuestra realidad, pero, como el labrador, trabajando con nuestro esfuerzo y sudor, para que cambie la situación, y, si no cambia o no podemos cambiarnos nosotros, aceptarlo humilde y sufridamente.
Tenemos que seguir por nuestras relaciones con los demás. No es tragar con todo, no es confundir lo bueno con lo malo, la virtud con el vicio, no es lo que nos de igual ocho que ochenta, no. Es, en primer lugar, saber distinguir el bien del mal, lo que realiza a la persona y lo que nos destruye a nosotros y la convivencia. En segundo lugar es sembrar el bien, los auténticos valores, proponerlos, presentarlos atractivamente como camino de realización personal y comunitaria; es dar tiempo a que la otra persona así lo comprenda y se adhiera al bien; es confiar en el otro, en el atractivo del bien; pero es también combatir civilizadamente, por medios democráticos, el mal, la corrupción, la injusticia, etc.
Ejemplo de paciencia nos lo da el mismo Dios. Nadie más paciente que él. Ni el santo Job, que no era tan paciente como se suele decir. Dios es compasivo y misericordioso; ante las ofensas llama a la conversión, siempre, pero se revela siempre lento a la ira, rico en piedad y leal, siempre dispuesto al perdón. En la paciencia de Dios está nuestra salvación. El ejemplo de paciencia más pleno lo tenemos en Jesucristo. Comienza en la encarnación, y sigue en el bautismo, en el desierto, en la relación con los discípulos, en no denunciar públicamente a Judas, y en soportar a los jefes de los judíos y a todos sus enemigos. También es verdad que él nos enseña que la paciencia tiene límites, por ejemplo con los comerciantes del templo, ante la incredulidad de las gentes que han visto sus buenas obras; él ha de sufrir con paciencia la cobardía, el abandono de sus discípulos, las envidias, las mentiras, etc. Pero, ¿por qué? Por amor. San Pablo dirá que la caridad es paciente y nos invita ser pacientes con todos.
Para ser paciente con los otros comencemos orar, por pedir este don; después sigamos por ponernos en el lugar del otro, tratarlo como nos gustaría que nos trataran y aceptando al otro como es, valorando lo bueno y comprendiendo sus fallos. Un refrán antiguo dice: “antes de criticar la cojera de tu hermano, camina una milla dentro de sus mocasines”.
+ Manuel Herrero Fernández, OSA
Obispo de Palencia