Orar por los vivos y los difuntos

El cristiano nunca puedo olvidar la oración. Olvidarse de orar es como olvidarse de respirar y ya sabemos qué es lo que pasa cuando dejamos de respirar, que nos morimos. Al igual que necesitamos el aire para que oxigene nuestra sangre, así también necesitamos la oración para vivir.

Orar es encontrarse y dejarse encontrar por Dios y hablar con Dios como un amigo habla con otro amigo, como un padre o una madre habla con sus hijos y los hijos con los padres. Hablar con plena confianza y ternura, con transparencia, con humildad, sabiéndonos en dependencia total de él, pero desde el amor, porque somos criaturas suyas, obra de su amor; es abrir de par en par nuestra vida, nuestra alma a Dios que en Cristo se ha manifestado como Padre, como Abbá. Abbá es la expresión aramea con la que Jesús se dirigía a Dios, su Padre, y es la expresión con la que en niño o la niña pequeña, todavía con lengua de trapo, balbuceante, se dirige a su padre o a su madre. También la expresión inmá, dirigida a la madre, indica lo mismo.

¡Cómo necesitamos la oración! Decía S. Juan Pablo II que un cristiano que no ore está poniendo en grave riesgo su fe. Y orar siempre, porque nos sentimos amados y amamos. Es verdad que este clima debe llenar nuestros días y noches, pero se hace presente en determinados momentos, como al levantarnos, bendecir la mesa, al final del día, en la Eucaristía, en el rezo de la Liturgia de las Horas o del Rosario u otras prácticas oracionales. Pero debemos intentar hacerlo bien, es decir, dándonos cuenta y sintiendo a quién nos dirigimos, de lo que decimos y hacerlo con toda el alma y todo el ser. En este diálogo de amor, que eso es la oración, tenemos que saber escuchar a Dios que no es ni sordo ni mudo, que nos habla por la conciencia personal, por las demás criaturas y por los acontecimientos si sabemos verlos con los ojos del corazón y escucharlos con los oídos interiores; sobre todo nos habla por Jesucristo, por las Sagradas Escrituras, por la voz de los ministros de la Iglesia, incluso por su silencio más elocuente.

Por descontado, no sólo debemos pedir, y debemos hacerlo porque todos somos pobres, sino también alabar, bendecir, adorar, y , sobre todo, dar gracias siempre y en todo lugar, en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la pena, en la vida y en la muerte, todos los días de nuestra vida. ¡Cómo no darle gracias por nuestra existencia, por lo que somos y tenemos, por cuanto hay de bueno en nuestra vida!

Pero seríamos egoístas si sólo oráramos por nosotros, exclusivamente por nuestros. Nosotros somos el fruto de muchas relaciones: con Dios, con nuestros padres, abuelos, hermanos, familiares, vecinos, conciudadanos, con maestros profesores, médicos, sacerdotes, catequistas, creyentes, no creyentes, conocidos, desconocidos, etc... Somos el fruto de su amor, de su alegría, de su sudor y dolor. Algunos viven entre nosotros, pero otros han muerto. Si es de bien nacidos el ser agradecidos, tenemos que orar dando gracias por todos. Tenemos que recordar, pasar por el corazón, ante el Señor a tantas personas que nos han ayudado y ayudan a ser lo que somos, a tener el mundo que tenemos. Porque todos somos necesitados, y esto está en nuestro ADN, también tenemos que pedir, interceder por los demás, vivos y difuntos.

Orar por los vivos es hacerlos presentes en nuestra memoria, mente y corazón ante Dios; también a los enemigos, o menos amigos, por lo que hacen mal. Tenemos que pedir por su salud, por su amor, por su trabajo, por sus esperanzas, pero también dar gracias por los dones que Dios les ha dado.

Orar por los difuntos es para los cristianos una expresión de gratitud, de esperanza y de fe. De gratitud por todos, los cercanos y los lejano, porque todos hermanos, esperanza porque confiamos encontrarnos de nuevo, y expresión de fe porque confesamos y afirmamos que los lazos que nos unen a Dios y en Dios son más fuertes que la misma muerte. Las relaciones con los otros no se cortan con la muerte, cambian, es verdad, pero no se acaban. Todos seguimos unidos como hermanos en Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, en el Resucitado, y en su Espíritu Santo, en su amor.

Debemos orar, como nos enseñó el Señor; él nos enseñó el Padre Nuestro, modelo de toda oración cristiana, nos dio ejemplo y nos da su Espíritu que ora en nosotros y por nosotros.

La oración auténtica debe llevarnos al compromiso. Si pido salud para los demás, tengo que comprometerme para que así sea, y lo mismo respecto a todo lo que está en mi mano. No puede ser un acudir a Dios para que nosotros nos evadamos de nuestras responsabilidades, sino una llamada a salir de nosotros , preguntarnos por qué están sufriendo, qué necesitan y colaborar con Dios para llevar paz, alegría, esperanza, etc. Dios quiere que nosotros no sólo oremos por los demás, sino que nos compliquemos la vida por amor efectivo a los demás, que sirvamos desde la misericordia y la ternura.

+ Manuel Herrero Fernández, OSA

Obispo de Palencia