Las Unidades Pastorales (II)

«El Señor espera que todas nuestras comunidades procuren poner los medios necesarios para avanzar por el camino de una conversión pastoral y misionera que no puede dejar las cosas como están» (Evangelii Gaudium, 25). Con la confianza valiente, incluso osada, que suscita la acción del Espíritu santo, tenemos que estar en permanente estado de misión que sea «capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda la estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación» (EG, 27).

Estas dos citas del papa Francisco iluminan la realidad de las Unidades Pastorales; una estructura que no es nueva en nuestra Diócesis, pero que deseamos que sea viva, real, que no se quede en los papeles, porque el papel lo aguanto, que pase, por decirlo con una frase clásica, “de las musas al teatro”.

Hay muchas aproximaciones -hoy nadie se atreve a dar definiciones- de lo que es una Unidad Pastoral. Personalmente entiendo la Unidad Pastoral como “una comunidad de fieles, intermedia entre la parroquia y el arciprestazgo, encomendada a un equipo integrado por un párroco o varios sacerdotes para que, con la colaboración de los diáconos, miembros de vida consagrada y laicos comprometidos, llevan a cabo la evangelización por medio de una pastoral común en fraternidad apostólica”.

No se trata de suprimir las parroquias, muchas de ellas con venerable historia; las parroquias siguen conservando sus derechos y deberes, sino de abrirse a otras comunidades vecinas para formar una comunidad de fieles viva, significativa, evangelizadora y misionera que haga presente el misterio del que es portadora: Jesucristo, luz y salvador del mundo, y a su esposa la Iglesia, comunidad e hijos y hermanos.

Se trata de llevar a cabo la misión evangelizadora. La Iglesia, como decía el Beato Pablo VI, «existe para evangelizar». Esa es su razón de ser y de existir; esa es su misión, su cruz y su gloria; como decía san Juan XXIII, ser como la fuente de la aldea que ofrece su agua fresca a todos para que tengan vida. Y evangelizar todos, ministros ordenados, miembros de vida consagrada y laicos, en comunión fraterna, siendo «el hogar y la escuela de comunión», como decía San Juan Pablo II.

La evangelización misionera es de todos los cristianos, los bautizados, porque a todos nos dice el Señor, el crucificado y resucitado: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 18-21). No vale decir: yo no estoy preparado, yo ya soy mayor, yo soy joven y no sé, yo, yo... para eso están los sacerdotes, los laicos osados. Podemos prepararnos sobre la marcha. Para aprender a nadar hay que echarse al agua, para aprender a conducir hay que coger el volante, dejarse acompañar y avanzar; pues en esto, igual.

Necesitamos todos asumir nuestra responsabilidad, sacerdotes, miembros de vida consagrada y laicos. El papel de los sacerdotes es hacer presente a Jesucristo como servidor, animador, pastor que unas veces irá delante de las ovejas para marcar el camino, otras en medio para acompañar, y otras detrás para esperar y animar a las rezagadas o seguir mediante un discernimiento pastoral el sendero marcado por los mismos fieles, porque el Señor con su Santo Espíritu sopla donde quiere y como quiere. El sacerdote ni el obispo es la Iglesia, sino, gracias a Dios, miembros de la iglesia. La Iglesia la formamos todos. «Con vosotros soy cristiano, para vosotros soy obispo y sacerdote; con vosotros tengo un título de gloria, para vosotros una responsabilidad», decía San Agustín a sus fieles de Hipona.

Los laicos, hombres y mujeres creyentes, sois miembros de pleno derecho en el Pueblo de Dios; no hay cristianos de primera, ni de segunda; todos somos bautizados, hijos del Padre, hermanos y discípulos de Jesucristo, y personas habitadas e impulsadas por el Espíritu Santo. Vuestra misión está, dentro de la comunidad de fieles, en el anuncio de la palabra por medio de la catequesis, en la liturgia participando como lectores, cantores, ministros de la eucaristía, monaguillos o acólitos, organista o tocando la guitarra para alabar al Señor, o ejerciendo la acción social y caritativa para con los necesitados, los enfermos, los mayores, los que está solos, los parados, los peregrinos, los emigrantes, los necesitados en general; pero la misión de los laicos está fundamentalmente en hacer presente a Jesucristo con palabras y obras y el estilo de vida, en la convivencia diaria, en el matrimonio, la familia, la escuela o centro de formación, la asociación de vecinos, el ayuntamientos, el partido político o sindicato, la empresa, el taller, el bar, el comercio, la discoteca, etc., para hacer presente la justicia, la paz, la verdad, la vida, el amor de Cristo.

Y los religiosos y otros miembros de vida consagrada tiene que aportar su presencia y acción siendo testigos de los valores que no pasan, que no tienen fecha de caducidad, por la vivencia de la vida fraterna en pobreza, castidad y obediencia, siendo profetas de los auténticos valores con el trabajo y la oración.