¿A qué mansos me refiero? ¿A los toros mansos que se torean en la Feria de San isidro o en la Feria de San Antolín? No, por descontado. Me gustan los toros, pero los que andan por los prados o las fincas.
Estos mansos a los que me quiere referir son a los que Jesús en la segunda Bienaventuranza proclama así: «Bienaventurados los mansos porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5, 4). A estos los proclama santos Jesús. Jesús nos propone un estilo de vivir desde la mansedumbre. Ser apacibles, sosegados, tranquilos, suaves, etc. «Es una expresión fuerte, en este mundo que desde el inicio es un lugar de enemistad, donde se riñe por doquier, donde por todos los lados hay odio, donde constantemente clasificamos a los demás por sus ideas, por sus costumbres, y hasta por su forma de hablar o de vestir., En definitiva, es el reino del orgullo y de la vanidad, donde cada uno se cree con derecho de alzarse por encima de los otros» (Papa Francisco en GE, 71).
Jesús propone otro estilo de vivir, en la no violencia, no responder con la misma moneda. El que él mismo personificó. Él dijo: «Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11, 28-30). Él entró en Jerusalén sobre una borriquilla (Mt 21, 5), no sobre un caballo como signo de poder; también ante Pilato dijo que no tenía ejército (Jn 18, 36); ante el que le pegó en la cara en el proceso ante Caifás, el sumo sacerdote: «Si he faltado al hablar, muestra en qué he faltado; pero si he hablado como se debe, ¿por qué me pegas?» (Jn 18, 23). San Pablo habla de la mansedumbre como un fruto del Espíritu santo (Gal 5, 23). Manso es que no responde al mal con el mal: «Habéis oído que se dijo: Ojo por ojo, diente por diente. Pues yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiere para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas» (Mt 5, 38-42).
No quiere decir que seamos tontos, y traguemos con todo, que seamos necios y débiles. Jesús también lo hizo y no era tonto ni necio, ni débil. Pablo reclamó sus derechos de ciudadano romano. «Si vivimos tensos, engreídos, ante los demás, terminamos cansados y agotados. Pero cuando miramos sus límites y defectos con ternura y mansedumbre, sin sentirnos más que ellos, podemos darles una mano y evitamos desgastar energía en lamentos inútiles. Para santa teresa de Lisieux “La caridad consiste en soportar los defectos de los demás, en no escandalizarse de sus debilidades”». (GE, 72). Nuestra confianza debe estar puesta en Dios, es nuestro defensor, nuestro refugio, nuestra roca.
Jesús vincula a este estilo de vida con una promesa de heredar la tierra y gozar de paz; aquí en esta tierra y en la tierra nueva y el cielo nuevo que él nos promete.
La tercera bienaventuranza dice: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados» (Mt 5, 5). ¿Es que Jesús se opone a la alegría, a la risa, al disfrute honesto, a la fiesta sana? No, por descontado, pero en la existencia hay de todo; también hay dolor, enfermedad, desgracias, etc. Ocultarlo, disimularlo, no verlo, es tomar la actitud del avestruz, es engañarnos a nosotros mismos. Huir es encontrarse tarde o temprano con aquello de lo que queremos huir. Lo que Jesús nos propone es lo que él vivió. Él también lloró por la suerte de Jerusalén, por la muerte de su amigo Lázaro; él no fue insensible ante la vida que iba a enterrar a su hijo único, tampoco ante la multitud hambrienta, y los que andaban dispersos como ovejas sin pastor. No «La persona que ve las cosas como son realmente, se deja traspasar por el dolor y llora en su corazón, es capaz de tocar las profundidades de la vida y de ser auténticamente feliz. Esa persona es consolada, pero con el consuelo de Jesús y no como el mundo. Así puede atreverse a compartir el sufrimiento ajeno y deja de huir de las situaciones dolorosas. De ese modo encuentra que la vida tiene sentido socorriendo al otro en su dolor, comprendiendo la angustia ajena, aliviando a los demás. Esa persona siente que el otro es carne de su carne, no teme acercarse hasta tocar su herida, se compadece hasta experimentar que las distancias se borran. Así es posible acoger aquella exhortación de san Pablo: “Llorad con los que lloran” (Rom 12,15)» (GE,76).
«Reaccionar con humilde mansedumbre, saber llorar con los demás, esto es santidad» (Papa Francisco).
+ Manuel Herrero Fernández, OSA
Obispo de Palencia.