+ Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia
El tema de la muerte es un tema que socialmente no nos gusta tratar, es tema tabú. Nos entristece, dice el Prefacio I de la Liturgia de difuntos. Y muchos no queremos ni pensar en ella, sobre todo cuando se trata de la propia muerte o de un ser querido. Pero la muerte está ahí, es inevitable, y nos ronda, bien por enfermedad, bien por envejecimiento, bien por accidente. Nadie se libra, es cierta, aunque nadie sabe cuándo ni cómo, y aunque muchos confíen en que la ciencia podrá vencer un día al deterioro humano. La muerte irrumpe en la vida humana y pone fin a nuestros proyectos y deseos (Torralba, F., Y, a pesar de todo, creer. PPC., Madrid, 2018).
Hay varias posturas y formas de reaccionar frente a la muerte. Está la postura de los que la aceptan resignados estoicamente. Razonan así: si en otoño se cae la hoja de los árboles, si mueren también los animales, si hay una “ley” de la caducidad hasta en los yogures, también el ser humano que es parte de la naturaleza. Otros se revelan y se desesperan frente a ella y frente a Dios, maldicen el día en que nacieron o la desean porque en la vida palpan el sufrimiento, así Job (Job 3) y Jeremías (Jer 20, 14-18).
La actitud del creyente es la de la esperanza. Se basa en la palabra y promesa del Señor, del Señor de la vida, amigo de la vida: «Nos consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti creemos no termina, se transforma y al deshacerse nuestra morada terrenal adquirimos una mansión eterna en el cielo» (Prefacio I de la Liturgia de difuntos). Nosotros, basados en la esperanza, no nos desesperamos porque creemos en el Dios de los vivos, que nos ha regalado la vida, que quiere que el hombre viva, que ha puesto en lo más profundo del corazón el anhelo de vivir, vivir bien, vivir felices y vivir con aquellos que están anudados a nuestra historia y vida. Creemos en la resurrección de los muertos y en la vida eterna.
Esta voluntad de Dios la vemos en la persona y vida de Jesucristo. Tres veces se encuentra Jesús con la realidad de la muerte según los evangelios, además de la suya propia. Una muerte sucede en la casa: es la resurrección de la hija de jefe de los judíos (Mt 9, 18-26); otra en el camino al cementerio, cuando llevaban a enterrar al hijo de una viuda de Naim (Lc 7, 11-17) y la última ya en la tumba, resucitando a Lázaro, el hermano de Marta y María, su amigo (Jn 11, 1-44). También afronta su propia muerte, asumiendo voluntariamente y lleno de confianza en el Padre la traición, la pasión, la agonía, el dolor, la muerte y la sepultura (Mt 26-27; Mc14-16; Lc 22, 39-23, 56). Jesús afronta su propia muerte desde la confianza absoluta en Dios Padre (Lc 12, 20-36; 23, 46; Jn 12, 14-17). Su promesa dice así: «Todo lo que me da el Padre viene a mí, y al que venga a mí no lo echaré afuera, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día...Y yo lo resucitare en el último día... En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí tiene vida eterna... El que come este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 25-69).
Esta convicción, ¿a qué nos debe llevar? No a la desesperación, ni a estar obsesionados por la muerte, ni a estar amargados, sino a vivir con tranquilidad, amando la vida presente que es un don de Dios, la propia y la de los demás, pero a la vez con el compromiso con la vida, cuidándola, protegiéndola, sin abusar, sin caer en que «comamos y muramos que mañana moriremos» (I Cor 15, 32), actuando para que todos vivamos dignamente y muramos dignamente, con una persona querida al lado que pueda acompañarnos en esa hora definitiva con confianza en el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo que le resucitó de entre los muertos y nos resucitará a nosotros porque es omnipotente, es Amor, y amar es entregarse, decir y hacer :Tu no morirás (Gabriel Marcel). Amar la vida es apoyar a aquellos profesionales, hombres y mujeres, que luchan contra la enfermedad para dar salud o conservarla, en los laboratorios y hospitales. «Centra tu vida en lo que realmente permanece y vive cada instante como un don único, tratando de gozar al máximo de él y de convertirlo en una ocasión de amar y ser amado» (Torralba, F. O. cit., 72), porque «es fuerte el amor como la muerte... las aguas caudalosas no podrían apagar el amor ni anegarlo los ríos» (Cantar de los Cantares 8, 6-7). No olvides que Dios es amor y el que ama ya ha pasado de la muerte a la vida (I Jn 3, 13; 4).