Homilía de nuestro obispo en la Misa Crismal

En la mañana de hoy, 29 de junio -Solemnidad de San Pedro y San Pablo-, la capilla del Sagrario de la Catedral de Palencia ha acogido la celebración de la Misa Crismal. Debido a la crisis del coronavirus, este año no se pudo celebrar, como es habitual en nuestra Diócesis, en el Martes Santo.

En esta ocasión, y por razones de seguridad, el presbiterio diocesano no ha podido participar en gran número y por ello sólo han estado presentes en la Eucaristía una representación del Presbiterio diocesano: los arciprestes, los canónigos, los miembros de la Comisión para el Clero, los miembros del Consejo de Gobierno, Mons. Javier del Rio (obispo emérito de Tarija y residente en Palencia desde su jubilación) y nuestro obispo, Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA.

Los demás presbíteros han podido unirse espiritualmente renovando las promesas del día de su ordenación y rogando en la misa de ese día por todos los sacerdotes de la Diócesis, por el pueblo de Dios de Palencia y por vuestro obispo, como se hace en la Misa Crismal.

Asimismo, todas aquellas personas que lo han deseado han podido seguir la celebración desde el canal de Youtube de la Diócesis de Palencia o desde esta misma página web de la Diócesis.

 

HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL

 

+ Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia

 

Saludos: a D. Javier del Rio, a los Vicarios, al Cabildo Catedralicio, a los Sres. Arciprestes, la Delegación Diocesana para el Clero. Y a todos los fieles, especialmente a los sacerdotes que siguen esta celebración por YouTube y a Txomin, de la Delegación de Medios.

Celebramos hoy la misa Crismal y la solemnidad de san Pedro y de san Pablo por circunstancias de todos conocidas.

La misa crismal tiene una profunda vinculación con la celebración de la Pascua. Quiere expresar la gratitud de la Iglesia porque la Pascua del Señor y sus frutos, el mejor el don del Espíritu Santo, se nos ofrecen a todos y continúan en los sacramentos de la Iglesia, en los cuales, sobre todo en la Iniciación cristiana, se utilizan los oleos para significar la gracia del Espíritu Santo.

El aceite, según la concepción de los antiguos y que continúa hoy en las cremas, penetraba profundamente en los cuerpos y les proporcionaba vigor, salud y hermosura, e incluso alegría; se empleaba también para curar las heridas y tratar a los enfermos, pero significaba también la presencia protectora de lo divino. También se usaba para ungir a las personas, reyes, o funcionarios y sacerdotes significando la elección y la protección de Dios en el empeño de una misión determinada como David. Igualmente se utilizaba como signo de estima y atención a una persona por parte del anfitrión y para expresar veneración a los muertos.

Jesús de Nazaret es el gran ungido, el Mesías, enviado por Dios, con la fuerza del Espíritu; es el Cristo, enviado para anunciar la Buena noticia a los pobres, la libertad a los cautivos y a los ciegos la vista; a poner en libertad a los oprimidos y a proclamar el año de gracia del Señor, la liberación y salvación plena que solo viene de Dios (cfr. Lc 4, 18-19). Es nuestro sumo sacerdote y como tal ha sido exaltado como juez escatológico, como Hijo, y Rey, Señor de cielo y tierra (Heb 1, 9; Mt 28, 16-20).

Todos los cristianos somos ungidos por el aceite del Crisma, el gran ungido de Dios, el Mesías, físicamente en el bautismo, la confirmación, y en la Unción de enfermos con el óleo de los enfermos, y espiritualmente con los otros sacramentos, para expresar que somos miembros de Cristo por la fe , que se nos ha dado el Espíritu Santo, que nos recuerda todo lo que Jesús dijo e hizo y como fuerza para continuar la misión de Cristo.

También nosotros, los sacerdotes, además de la imposición de manos, hemos sido ungidos con el Santo Crisma, porque hemos sido ungidos con el Espíritu del Crucificado y Resucitado para continuar la misma misión de Cristo hoy, en medio del pueblo, como pastores y sacerdotes de su pueblo.

Nuestra misión es continuar la misión del Señor, ungiendo al pueblo, comunicando el espíritu a los enfermos, a los nuevos cristianos, anunciando su palabra, siendo sacramentos, signos e instrumentos de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano, iluminando con la luz de Cristo (Cf. LG, 1) no solo celebrando los sacramentos. Dejémonos ungir por el Señor, y para eso, busquemos encontrarnos con el Señor en la oración, en la celebración de los sacramentos, en el estudio y la reflexión, en la lectura del Concilio y de las enseñanzas del Papa, en la relación con el pueblo, con las comunidades cristianas de nuestras parroquias y con tantos hombres y mujeres que son honrados y viven según su recta conciencia y no están lejos del Reino (Mc 12, 34).

Hoy nos tenemos que distinguir por ungir al pueblo, reconocer dónde y cómo actúa el Espíritu, no apagarlo, estar cerca de los que sufren en su cuerpo o en su espíritu, acompañar al pueblo de Dios desde la cercanía, no desde la distancia, y cultivar la iniciación cristiana. Con el ejemplo, y la acción pastoral en las comunidades.

Quisiera subrayar la importancia de la iniciación cristiana. Hoy en España, no sé en qué medida se da en nuestra Diócesis, desde el 2006, el número de católicos practicantes se ha reducido en un 27%. Lo vemos en el descenso de bautizos, de bodas; se identifica la religión con la derecha o la extrema derecha, como una imposición uniforme. Las nuevas generaciones son cada vez menos creyentes y según el sociólogo vasco Javier Elzo, el porcentaje de católicos seguirá bajando, de modo que el país pasará de una religión sociológica a una religión de convencimiento personal; es más: se da una “cristianofobia sutil” contra la Iglesia y todo lo cristiano. Existe una especie de persecución contra todo lo cristiano (Codina, V, ¿Ser cristiano en Europa? Cuadernos CiJ, 218, Barcelona, 2020, 3-5) No podemos quedarnos tranquilos, contentándonos con lo que tenemos. Jesús, y su amor nos apremia (II Cor 5, 14), y ¡Ay de nosotros si no anunciamos el evangelio! (I Cor 9, 16). El papa Francisco nos invita a hacerlo en Evangelii Gaudium. Jesús es el que trae la verdadera alegría al corazón inquieto del hombre y la auténtica plenitud al ser humano y al mundo.

El ejemplo lo tenemos en san Pedro y san Pablo cuya fiesta celebramos. Volvamos la mirada a las columnas de la Iglesia “Estos mártires -nos dice San Agustín-, en su predicación, daban testimonio de lo que habían visto y con un desinterés absoluto, dieron a conocer las Verdad hasta morir por ella…” Procuremos imitar su fe, su vida, sus trabajos, sus sufrimientos, su testimonio y su doctrina. Hagámoslo desde la fraternidad sacerdotal, desde la unidad y la diversidad., que enriquece la tarea en común de la evangelización y construcción de la civilización de la justicia y el amor. Pedro y Pablo eran distintos, con distinto talente; somos débiles como Pedro que negó, pero tenemos la fortaleza del Señor que confía en nosotros y nos encomienda apacentar sus ovejas. Pablo, el convertido de enemigo en apóstol, pero se encontraron con el Señor, se sintieron amados, amaron a Jesús, pertenecieron a la única Iglesia, la Iglesia crece con las tribulaciones; los dos eran uno, con el corazón y el alma unidos en el Señor; dejaron la soberbia y por la humildad y así construyeron la fraternidad eclesial y fueron testigos del Hijo de Dios vivo hasta la muerte. Caminemos amando y cantando melodías de vida y esperanza. Hagamos que nuestro camino transcurra ante la mirada del Señor. Es estrecho y escarpado y está lleno de zarzas, pero el paso de tantos otros lo han hecho suave. El mismo Señor, cuya Pascua celebramos en esta Eucaristía, fue el primero en pasar por él; pasaron también los intrépidos apóstoles, Pedro y Pablo, luego los mártires, niños, mujeres, chiquillas. ¿Pero quién estaba con ellos? El que dijo, sin mí no podéis hacer nada (Cf. San Agustín, Sermón 295).

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