Antes de la procesión, tras la bendición de las palmas
Hermanos y hermanas:
Comenzamos con esta bendición y procesión la Gran Semana, la Semana Santa, en la celebramos de manera especial las obras particularmente gloriosas de Dios en favor de los hombres. Las celebramos y las debemos celebrar siempre, particularmente el Domingo, día del Señor Resucitado que lleva en sus manos las cicatrices de su pasión.
Una semana al año las celebramos con especial intensidad, en la fiesta de Pascua, su paso, su tránsito de este mundo al Padre; por eso celebramos tres días en honor de Cristo muerto, Cristo sepultado y Cristo Resucitado; pero celebramos también nuestra pascua, porque él nos lleva consigo y quiere que le sigamos en su pasión, muerte, sepultura para poder estar con él y gozar de su resurrección y gloria.
Esta semana la iniciamos con ramos. Acompañamos a Jesús que entra en Jerusalén como Rey y Señor, libre y consciente de todo, conocedor de lo que traman contra él, sin esconderse; entra a lomos de una borrica y es confesado como Mesías, el Hijo de David. Delante de él la gente le acompaña y extiende sus mantos a su paso y con ramos en las manos le aclama.
Este gesto significa que le reconocen como Masías de Dios, como el rey, el Hijo de David, el esperando, el que trae la salvación. Por eso le gritan: “Hosanna”, que significa, “sálvanos, por favor”. No entra en la ciudad como un rey al uso; él había explicado qué reino era el suyo en su predicación y sus obras, en su manera de vivir; no entra en Jerusalén con un carro militar, con estrépito de armas siendo aclamado por los soldados, sino montado en un borrico, y es aclamado por los niños. Entra humilde, pobre y entre los pobres, pacífico y portador de la paz.
Aclamémoslo hoy y todos los días nosotros, confesándole como Mesías, como nuestro Rey y Señor; aclamémosle con nuestra vida, con nuestro seguimiento y testimonio. Aclamémosle en la comunidad de creyentes y ante todos los hombres siendo como los niños, humildes, sencillos, pacíficos y pacificadores, constructores de paz, no violentos, sufriendo si hay que sufrir por Cristo y con Cristo. Si así lo hacemos triunfaremos con Él.
Tras la lectura del Relato de la Pasión de Cristo
¡Qué relato más impresionante! Lo hemos escuchado o leído muchas veces y siempre impresiona y conmueve, a no ser que tengamos un corazón de piedra incapaz de compadecerse.
Yo os invito a meditar en estos días, a saborear la pasión de Cristo en compañía de Cristo, como lo hizo san Pablo hasta decir «Vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí» (Gal 2) me amó y se entregó por mí, por ti, por muchos, por todos; también por los enemigos. Por nosotros que somos pecadores, inconstantes en nuestra vida cristiana, que nos olvidamos de él. ¡Qué gran amor!
Nuestra respuesta, ¿cuál debe ser? Vivir con él y como él.
Yo quisiera invitaros a detenernos contemplando una actitud de Jesús en la pasión, en ver cómo la vivió, con confianza. Jesús confía en el Dios Padre. Confiemos siempre nosotros.
La primera lectura lo recogía. Es el canto del Siervo de Yahvé, del servidor que, atento a la palabra de Dios, anima a los abatidos. Sufre, pero confía en Dios: «El Señor Dios me ayuda, por eso no quedaba confundido y no oculté el rostro a insultos y salivazos».
En el relato de la pasión hemos escuchado que los que pasaban delante del Crucificado le insultaban: «Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz... ¿No ha confiado en Dios? Si tanto le quiere Dios, que le libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios». Es verdad que Cristo clamó al padre diciendo: «Dios mío, porque me has abandonado».
También el salmo responsorial recoge esta súplica: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado». No es sencillamente el lamento de un desesperado, sino la oración dolorida de un creyente; después confesará que Dios le ha escuchado y contará su fama a sus hermanos.
En la segunda lectura vemos que la confianza de Cristo no se vio frustrada. Dios Padre acompañará siempre a Jesús, su Hijo, y actuará en su auxilio resucitándole de entre los muertos y constituyéndole Señor, ante el cual todos debemos doblar nuestra rodilla y confesar que Jesús es Dios.
Confiemos nosotros siempre en Dios. Es Padre compasivo y misericordioso, nunca falla ni abandona; Jesús, su hijo, nuestro buen Pastor, está siempre con nosotros hasta el fin del mundo, aunque caminemos por cañadas oscuras; el Espíritu Santo viene en ayuda de nuestra debilidad, nos impulsa al testimonio y nos da fuerza para ser sus testigos, valientes, confesantes y no vergonzantes, como lo han sido los mártires. Dios nos tiene y lleva en su corazón y en la palma de sus manos; es nuestro Padre con entrañas maternales. ¡Cómo no confiar si nos ha creado, somos suyos, sus hijos!
A veces nos cuesta confiar, porque somos como los niños que lo queremos todo, aquí y ahora. Confiemos siempre y en todo lugar. Si Dios nunca abandona ni defrauda, nadie le gana a misericordia y generosidad en el amor; nunca abandonemos a Dios; confiemos siempre en él.
Celebrar la Eucaristía es celebrar y participar de la muerte de Cristo, de aquel que se entregó al Padre y a nosotros por amor; pero es celebrar su resurrección, su triunfo; porque supo confiar siempre Dios le sacó de la muerte y le hizo fuente de vida. Confiemos en el Señor: En medio de la asamblea alabemos al Señor. Fieles del Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo y amadlo, linaje del nuevo Israel, hijos de la Iglesia.