Homilía en la Misa Crismal 2017

¡FELIZ PASCUA, HERMANOS Y HERMANAS! Con gran alegría e ilusión he deseado este día para celebrar con vosotros, particularmente con los sacerdotes, esta Pascua. Es como volver a la fuente de todo, es como sentarnos a la mesa de Dios que nos hace hijos y hermanos, en la que todos experimentamos su amor y hace crecer los lazos de filialidad y fraternidad.

¿Qué celebramos en Pascua?

«La santa Madre Iglesia considera que es su deber celebrar la obra de salvación de su divino Esposo con un sagrado recuerdo, en días determinados a lo largo del año. Cada semana, en el día que llamó “del Señor”, conmemora su resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su santa pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua.

Además, en el ciclo del año desarrolla todo el misterio de Cristo, desde la Encarnación y el Nacimiento hasta la Ascensión, el día de Pentecostés y la expectativa de la feliz esperanza y venida del Señor.

Al conmemorar sí los misterios de la redención, abre la riqueza de las virtudes y méritos de su Señor, de modo que se los hace presentes en cierto modo, durante todo tiempo, a los fieles para que los alcancen y se llenen de la gracia de la salvación» (SC, 102).

La cita ha sido larga, pero he querido recordarla para enmarcar esta Misa Crismal. Estamos a las puertas del Triduo Pascual, «tres días en honor de Cristo, muerto, sepultado y resucitado» (San Agustín). Pero, ¿qué hacer para que los fieles alcancemos la riqueza de las virtudes y méritos de la pasión, muerte y resurrección del Señor y nos llenemos de su vida nueva, la del Resucitado? Sin duda alguna , desde la fe , la esperanza y la caridad, nuestra vida está inundada del amor gratuito del Señor que es compasivo y misericordioso; la fuente de todo bien no se ha secado y sigue manando pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació y renace la Iglesia (cfr.SC,5).

El fruto, el gran don de Cristo, muerto y resucitado a su Iglesia y al mundo entero es su Espíritu Santo, Señor y dador de vida.

Hoy, a las puertas de la celebración anual de la Pascua, nos abrimos y acogemos a Jesucristo, siempre presente en su iglesia hasta el fin de los siglos, por la fuerza del Espíritu santo.

Este Espíritu se nos comunica si lo recibimos y estamos abiertos a su presencia, palabra, impulso y acción constante en nuestra vida personal, comunitaria y pastoral. El Espíritu está simbolizado de manera sensible y visible en la unción corporal con el óleo, el óleo de los catecúmenos, es decir, los que están en el proceso de la iniciación cristiana y van a recibir el Bautismo, el óleo de los enfermos para ungir a los catecúmenos y los enfermos, y en el santo Crisma con el que somos ungidos personalmente en el Bautismo, la Confirmación, en la Ordenación presbiteral y episcopal.

El simbolismo de la unción es significativo del Espíritu Santo, como lo es también el agua, el fuego, la nube, la luz, el sello, la mano, el dedo, la paloma. Para poder captar la fuerza que tiene tenemos que referirnos a la unción primera, la de Jesús, realizada por el Espíritu Santo. Es el Mesías, el Ungido. En el Antiguo Testamento hubo ungidos del Señor, especialmente David.; también los sacerdotes, los reyes y los profetas. Pero Jesús es el Ungido de Dios de una manera única: la humanidad que el Hijo asume está totalmente ungida por el Espíritu Santo. Jesús es constituido Cristo por el Espíritu. La Virgen María concibe a Cristo por obra y gracia del Espíritu Santo; Cristo está lleno del Espíritu Santo y por eso emana de él un poder para curar y realizar acciones salvíficas. En él se cumple la lectura del profeta Isaías proclamada por él en la sinagoga de Nazaret. Constituido plenamente Cristo en su humanidad victoriosa de la muerte, Jesús distribuye el Espíritu Santo hasta que los santos constituyan, en unión con la humanidad del Hijo de Dios, el hombre perfecto y pleno, el Cristo Total según la expresión de San Agustín. (Sermón 341, 1, 1), (Cfr. Catecismo Iglesia Católica, 695). A nosotros nos hace partícipes de su ser y misión, y, por eso, somos sacerdotes del Señor, ministros de nuestro Dios.

El Espíritu, está significado en el óleo; de alguna manera hay que significar lo trascendente. El aceite, el óleo, es signo de abundancia, de alegría, de purificación, da agilidad, signo de curación, pues suaviza las contusiones y las heridas; el ungido irradia belleza, santidad y fuerza.

En el bautismo se unge a los catecúmenos para significar purificación y fortaleza; a los enfermos se les unge para significar curación y consuelo. El crisma es signo de consagración para participar más plenamente de la misión de Cristo, sacerdote profeta y rey, a fin de que toda la vida desprenda el buen olor de Cristo.

¿Qué actitudes debemos cultivar nosotros ante tan gran don pascual, el Espíritu de Jesús, significado en los óleos y en el Crisma?

1º. Dejarnos ungir. Como Jesús se dejó ungir por una mujer, fuera esta una prostituta o por María, la hermana de Lázaro, en los pies, o en la cabeza (Mc. 14,1; Mt. 26,2), dejemos que su Espíritu nos unja y reconozcamos su amor sincero y total por nosotros, por muchos y por todos los hombres. Creamos en el amor y dejémonos amar por Jesús nuestro sacerdote profeta y rey. Dejémonos “primerear” por Dios, como dice el papa Francisco.

2º. Alegría. Es unción de alegría, porque nos ama. Es el aceite de júbilo. Siempre debemos vivir alegres en el Señor; que nadie nos robe la alegría, ¿Acaso no tenemos motivos más que sobrados para estarlo? «Que nada ni nadie nos robe la alegría» dice el papa Francisco en Evangelii Gaudium.

3º. Gratitud al que nos ama y nos ha libreado de nuestros pecados por su sangre y hecho sacerdotes y reino para nuestro Dios. A él, la gloria y el poder siempre.

Esta gratitud nos debe llevar a hacer memoria permanente del amor de Cristo. Tres veces dice Jesús a los apóstoles que se haga algo en memoria suya: la unión de esta mujer, el lavatorio de los pies y su entrega en el pan y el vino en la Última Cena. Nosotros hacemos memoria del Señor cantando sus misericordias en la liturgia y en la vida.

4º. Ser ungidores, (esta palabra no existe en castellano), ser ungüentarios, Siendo ungidos debemos ungir toda nuestra vida cristiana y nuestra acción pastoral.

Hemos sido ungidos antes del bautismo con el Óleo de los Catecúmenos. Debemos vivir nuestra vida configurándonos con Cristo conociéndole, amándole siguiéndole; su Espíritu nos lleva a la verdad plena. Tenemos que empeñarnos más en la iniciación cristiana, en la formación básica y en la permanente, como discípulos y condiscípulos en su escuela, la de único Maestro y de su Espíritu. No podemos permanecer en la ignorancia, ser analfabetos cristianos.

Como discípulos y condiscípulos debemos pasar por la vida haciendo el bien y luchando contra las fuerzas del mal. Estas están fuera de nosotros tenemos que verlas, poner nombre y apellidos, reconocerlas y combatirlas no con la violencia, sino como Jesús con nuestro compromiso activo por el Reino desde el amor. Las fuerzas del no están solo fuera de nosotros; no podemos ver la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el nuestro propio ojo. Las fuerzas del mal están y actúan también en nosotros y contra ellas tenemos que luchar, renunciando a Satanás, y sus obras, el pecado y viviendo como bautizados, como criaturas nuevas. Y no es fácil. En ocasiones nos dominan; reconozcámoslo humildemente. Cuántas veces hacemos lo que no queremos, como san Pablo; pero Dios viene en nuestra ayuda, nos perdona en Cristo y con la gracia del Espíritu Santo nos defiende y libra del mal y nos hace fuertes y valientes en el combate.

Ungir con el Óleo de los enfermos, que no es sólo ni únicamente recibir o celebrar el sacramento de la Unción de Enfermos, sino sobre todo y ante todo amar a los enfermos, a los que sufren, a los dolientes de todo tipo; cuántas enfermedades, hay que sanar, cuántas heridas hay que curar, cuántas posadas hay que levantar para que se restablezcan los caídos en manos de los ladrones en las cunetas de la vida. La Iglesia tiene que seguir el ejemplo del Buen Samaritano, y ser un “hospital de campaña”, como nos dice el papa, con nuestra oración, nuestra cercanía, nuestra empatía, nuestro consuelo, nuestra solidaridad. Tenemos que cuidar la dimensión sanadora de la pastoral; Jesús, nuestro Médico, no vino a curar a los sanos, sino a aliviar y dar vigor los enfermos.

Tenemos que dejarnos ungir con el Santo Crisma, que está confeccionado con aceite y perfume; ser ungidos es sabernos consagrados y dedicados a consagrar. Ungidos y consagrados en el Bautismo, Jesús nos hace partícipes de su misma consagración como Mesías, sacerdotes, profetas y reyes. Como sacerdotes, a ejemplo del Señor, ofrezcamos a Dios un sacrificio de alabanza, el de nuestro ser y todas nuestras acciones, para continuar su misma misión siendo testigos de su redención en la sociedad. Como reyes, libres del pecado, tenemos que vivir para Dios, dejando que la Santa Trinidad viva en nosotros como en su templo y llevando nosotros por todas partes, siempre y en todo lugar, el buen olor Cristo. Llevar, el buen olor de Cristo donde tantas cosas huelen mal por la violencia, la corrupción, la indiferencia, el escaso respeto a la vida y dignidad humana, y la falta de justicia y amor. Tenemos que ser una Iglesia en salida, no esperar a que vengan, e inundar los ambientes con el perfume del Evangelio. Como profetas, tenemos que anunciar el Reino, denunciar el mal, y el pecado, renunciando nosotros mismos a vivir en el antireino. Esta es la tarea de la Iglesia, evangelizar es llevar y hacer presente la buena noticia de Cristo, el único salvador.

Crismados en la Confirmación tenemos que ser testigos valientes en la Iglesia y en el mundo de Cristo como lo han sido y lo son los mártires; no confiando en nuestras fuerzas, sino en el Espíritu santo. No podemos seguir siendo cristianos, anónimos y vergonzantes, sino confesantes en todos los ambientes y lugares, ante todos, poderosos y humilde. Testigos con las palabras, sí, pero sobre todo con las obras.

Esto es de todos los cristianos, los que intentamos vivir nuestro Bautismo, los fieles laicos, los que llevamos una vida de especial consagración, y de los diáconos, sacerdotes y obispos; todos queremos vivir y así lo vamos a renovar en la Solemne Vigilia Pascual con nuestras lámparas encendidas.

Ahora, hermanos, permitidme que hoy me dirija especialmente a los sacerdotes, mis hermanos, los que más directamente colaboran conmigo y yo con ellos en el servicio que tengo que prestar como obispo.

Hoy vamos a renovar los sacerdotes nuestros compromisos, los que hicimos el día de nuestra ordenación, cuando el Obispo nos impuso las manos invocando al Espíritu Santo y nos ungió las manos con el óleo de la alegría. Aquel día prometimos vivir unidos a Cristo, configurarnos con él, vivir desde la actitud de servicio de todos los hombres desde la predicación de la Palabra de Dios, la celebración de los sacramentos, desde la comunión eclesial y fraternidad presbiteral. Aquel día dijimos sí a nuestro gran Pontífice y Sacerdote eterno. Decir sí a Jesucristo Pontífice y Sacerdote es representarle en la comunidad y en la sociedad, ser puente entre Dios y los hombres para que baje a nosotros la bondad de Dios, el misericordioso y fiel, y suba hasta él nuestro amor, nuestras personas y obras como incienso en su presencia.

Hoy quiero felicitaros y felicitarme porque es un día de sentir y vivir la fraternidad. En nombre de toda la Iglesia Diocesana y Universal, y me atrevo a decir que también en nombre de toda la sociedad palentina, os expreso mi gratitud cordial y sincera hacia vosotros, los sacerdotes, mis hermanos, y el cariño y la estima por vosotros. Muchos lo reconocen, a pesar de nuestros fallos, y me lo dicen cuando me acerco a las distintas comunidades eclesiales, otros no lo expresan con palabras, sino con la oración sencilla, y el reconocimiento silencioso en su corazón.

Pero en este día quiero pediros y pedirme a mí mismo algo. Seamos sacerdotes unidos a Jesucristo y ejerzamos nuestra vocación sacerdotal como Él; esto supone que nos debemos caracterizar por dos actitudes, como el mismo Jesús: fidelidad y compasión. Esa es la enseñanza de la llamada Epístola a los Hebreos.

Fidelidad respecto al Padre, haciendo siempre lo que le agrada; fidelidad a Jesús, el testigo fiel, viviendo como amigos suyos, que le siguen y ejercen hoy su mismo oficio de amor; y docilidad fiel al Espíritu Santo dejándonos llevar por él, sin apagar su fuego, su impulso. Que cada mañana y cada momento le digamos en la oración: Tú no quieres sacrificios ni holocaustos de machos cabríos y toros. Aquí estoy para descubrir y «hacer tu voluntad»; que le pidamos su gracia para hacer su voluntad como Santa María, la Virgen, y los santos; eso es lo que quiere el Señor.

La otra nota es complementaria y nos concreta la voluntad de Dios: la compasión. Ser misericordiosos y compasivos con nuestros hermanos. Nuestros hermanos están envueltos en debilidades, sufrimientos, tocados por las tres heridas, la del amor, la de la muerte y la de la vida; nosotros también, porque somos hombres y con hombres vivimos. Pero tengamos la misma actitud de Cristo que, porque ha pasado por las mismas pruebas y por amor tiende una mano a sus hermanos, no a los ángeles, e intercede por nosotros, para reunirnos y conducirnos al Padre, nuestro eterno hogar, como Pastor para hacernos partícipes de su gloria. Para eso, como nos dice papa Francisco que se nos note el olor a oveja, que se note que vamos, según las circunstancias, en medio, delante o detrás de nuestros hermanos.

Permitidme que añada otra nota que subyace en todo: cultivar la fraternidad sacerdotal. Como bautizados todos pertenecemos a la familia de Dios Padre que en Cristo y con el Espíritu nos hace hermanos; iguales en dignidad, con dones y vocaciones diversos para el bien de la Iglesia. Tenemos que fomentar esta fraternidad entre laicos, religiosos, religiosas, y ministros ordenados en todas las comunidades diocesanas. Además, los sacerdotes, tenemos que potenciar la fraternidad entre nosotros. Tenemos un único Pontífice y Sumo Sacerdote; de su único sacerdocio participamos todos. Todos pertenecemos a un único presbiterio. ¿No es esta verdad una llamada a vivir la unidad? Una unidad no monolítica, sino poliédrica; una unidad en la diversidad, una pluralidad reconciliada. Cultivemos las relaciones, los encuentros, el ser vicio y el trabajo en común. Integremos a todos, no marginemos a nadie.

Hermanos: Nuestras personas, nuestras vidas, nuestras comunidades, nuestro mundo, están bajo el amor de Dios que ha llegado a su culmen en Cristo, muerto, sepultado y resucitado; celebremos ese amor en los sacramentos, particularmente la Eucaristía, y en la existencia diaria, siendo otros cristos vivos, miembros del Cristo total, que, por la acción del Espíritu y congregados en la unidad de la verdad y el amor, seguimos haciendo presente su entrega, su servicio y su amor, hasta la eternidad.

¡FELIZ PASCUA, FELIZ FIESTA DE LA RESURRECCIÓN DE JESUCRISTO Y DE LOS RESUCITADOS CON ÉL!