Homilía de nuestro obispo en el funeral de Mons. Nicolás Castellanos

Homilía de nuestro obispo en el funeral de Mons. Nicolás Castellanos

Homilía de Mons. Mikel Garciandía Goñi, obispo de Palencia en el funeral por el eterno descanso de Mons. Nicolás Castellanos Franco, OSA, obispo emérito de Palencia. Celebrado en la Catedral de Palencia el 25 de febrero de 2025.

 

Ver fotos

 


 

Querido Demetrio y familiares de don Nicolás, pastor de esta diócesis de Palencia. Queridos amigos del carisma de San Agustín, a quienes tanto debemos en Palencia.

Queridos hermanos obispos, sacerdotes y diáconos, queridos laicos y consagrados, unidos en la esperanza de la resurrección os saludo con vivo afecto.

Queridas autoridades y miembros de la sociedad civil, especialmente cuantos, con vivo sentido de la justicia, colaboráis con tantas iniciativas de la Iglesia, y hoy en especial, por cuantos habéis colaborado con la fundación impulsada por don Nicolás Castellanos, el agradecimiento más sincero por parte de la Iglesia local de Palencia.

Os envío el saludo de don Manuel, que nos acompaña hoy en esta celebración desde el recuerdo y la oración.

En la celebración de las exequias por nuestro hermano, toca ahora descansar en la Palabra del Señor. Con la sencillez del día a día del año litúrgico, nos alimentamos de las lecturas que corresponden a este martes de la semana séptima del tiempo ordinario. Y en ellas, escuchamos el primer versículo del libro del Eclesiástico: “hijo, si te acercas a servir al Señor, permanece firme en la justicia y en el temor… endereza tu corazón, mantente firme… pégate al Señor y no te separes, para que al final seas enaltecido. Los que teméis al Señor, aguardad su misericordia y no os desviéis. Los que teméis al Señor, amadlo y vuestros corazones se llenarán de luz”.

Os invito a acoger estas palabras aplicándolas al que fue pastor de esta diócesis, pero también, como le gustaba a él, aplicándola cada uno a nosotros y a nuestras comunidades. El santo temor de Dios, nada tiene que ver con el miedo a Dios. El séptimo de los dones del Espíritu Santo es el inicio de la sabiduría, porque es el humilde reconocimiento de la infinita grandeza del Creador. El temor de ofender a Dios, reconociendo la propia debilidad. El temor filial, que es el amor a Dios.

Si nos detenemos en el Evangelio, vemos, como tantas veces sucede a los seguidores de Jesús, que la música que resuena en el corazón del Hijo de Dios y la nuestra difieren diametralmente. Hoy Jesús anuncia por segunda vez su Pasión, y los doce en lugar de dejarse conmover por su revelación, siguen atornillados a sus temas favoritos. De entre ellos, el tema estrella. Jesús desentraña de ellos el motivo de su discusión: “¿de qué discutíais por el camino?”.

Y entonces y ahora, tristemente la respuesta es muy parecida. Ellos callaban pues por el camino habían discutido quién era el más importante.

Y es interesante remarcar la reacción de Jesús: “Jesús se sentó, llamó a los doce y les dijo: quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Hoy hemos venido a orar por don Nicolás y a honrar su legado. Pues si eso es así, nos toca escuchar a Jesús, sentados en torno a Él, y pedir al Espíritu Santo que nos haga desear ser los últimos. Eso no quiere decir encogernos, o apartarnos de donde está el frente de lucha. Significa simplemente acercarnos al Señor, a quien nadie arrebatará el último sitio en la Iglesia.

La Iglesia no debe ser una pirámide de poder, donde el vértice está arriba. Es justamente al revés. Es una pirámide invertida en la que los siervos hemos de estar abajo porque así podemos inclinarnos al suelo para lavar los pies de nuestros hermanos. Ese es el sentido de la misión, de toda misión, y marca la diferencia entre filantropía y genuina caridad, entre humanitarismo o verdadero humanismo.

El Reino se construye desde el despojo de los más pequeños, a quienes Dios nos regala poder servir, siempre en su nombre, no en el nuestro. El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, acoge al que me ha enviado. Jesús no cierra el círculo en torno a su persona, sino que todo lo deriva hacia su Padre Dios, que lo es de toda la humanidad, sin exclusiones, de buenos y malos, de justos e injustos.

Nosotros, que supuestamente hemos conocido el amor de Dios, estamos llamados a llenar todo de eternidad, hablando no tanto acerca de Dios, sino desde Él, obrando no tanto desde nosotros, sino conscientes de que para mí “la vida es Cristo”, como dice San Pablo. Dicho de otra manera, nuestra vocación en el mundo consiste en vestirlo de hermosura, evitando falsas polaridades, tan nocivas como anodinas, sembrando la justicia, luchando porque el Reinado de Dios se vaya implantando y sea anticipo de vida Nueva.

Dice mi admirado Fabio Rosini, que los pragmáticos vacían de eternidad el amor, mientras que los espiritualistas lo vacían de realidad. No hay corazón y no hay cielo en quien desprecia las obras espirituales; no hay cuerpo ni tierra en quien descuida las corporales. El Señor Jesús une en sí cielo y tierra, humanidad y divinidad, cuerpo y espíritu. Y esta es nuestra apasionante aventura: ciertamente no la división en sectores, o el desmembramiento, sino la comunión de todas las dimensiones de nuestra existencia con la gracia de Dios. Luchar contra las situaciones que humillan la dignidad de las hijas y los hijos de Dios, en Bolivia, Perú o España. Cada uno hoy, hemos de pensar a qué nos urge Dios en lo más concreto.

Una vez más, Jesús sale al rescate de nuestras derivas y nos muestra que Él es el único Maestro. El cristianismo, o nace de la gracia, o nace de la iniciativa humana. En el primer caso, es feliz, convencido y ágil. En el segundo es pesado, acusador y decepcionante. Nos jugamos mucho en vivir una libertad individualista, cerrada a la gracia, o bien en vivir una libertad que se sabe totalmente fruto de un don, del regalo que nos ha hecho el Padre dándonos a su Hijo en el Espíritu. Servir es reinar, servir es haber llegado a casa, servir es profecía en un mundo bloqueado por la comodidad más insolidaria.

Y es que existe una misericordia, la de Dios, que es eterna. Y hay otras, que de eternidad saben bien poco. Están llenas de limitaciones, tienen el techo muy bajo. Son frágiles, se desmenuzan. Son misericordias incompletas. Despojos de misericordia: sentimentalismos, asistencialismos, buenismos. Se quiebran contra el muro del legalismo, mientras repiten el eslogan: “¡esto ya es demasiado!”, y fracasan.

Nuestro Dios es una ternura fiel, que gobierna, avanza, crea y guía la historia. Su solicitud por nosotros, está conectada a la fidelidad que Él es y que Él nos ha regalado con su Hijo. Su misericordia, por tanto, no es un dato puramente operativo, sentimental, sino que va más allá: abarca eficazmente la vida la vida de quien es objeto de su misericordia.

La misericordia de Dios no es ese tipo de realidad que se centra en el estado de ánimo de quien ama, sino que gira en torno a la vida del amado. El amor es una acción, no un movimiento íntimo. Procura el bien del otro, con fortaleza paterna y ternura materna. Es fuerte, potente, incisivo. El centro de la misericordia no es el amante y sus sentimientos, sino el amado, que somos tú y yo, y nuestro verdadero bien. Estamos hermana, hermano, en las mejores manos. Que continuemos nuestro camino bendiciendo al Señor por el camino recorrido por don Nicolás, y tomando su testigo. Lo hemos escuchado en el Salmo: “Apártate del mal y haz el bien, y siempre tendrás una casa; porque el Señor ama la justicia y no abandona a sus fieles”. Descansa en paz, querido Nicolás. Que la Virgen de la Calle y San Agustín te conduzcan hacia la casa del Buen Padre Dios.