Homilía en la Fiesta de Nuestra Señora de la Calle

Homilía en la Fiesta de Nuestra Señora de la Calle

Homilía de nuestro obispo D. Mikel en la Fiesta de la Presentación del Señor y en el día de Nuestra Señora de la Calle, patrona de la ciudad de Palencia. En la S.I. Catedral de Palencia, el 2 de febrero de 2025.

 


 

Estimadas autoridades, señora alcaldesa, señora presidenta de la diputación, delegado de la junta, subdelegado del gobierno, autoridades académicas, militares, judiciales.

Amigos de la cofradía de la Virgen de la Calle, miembros de la vida consagrada en vuestro día, diáconos y sacerdotes, hermanas y hermanos muy amados en el Señor.

Por las inclemencias del tiempo, hemos hecho hoy la procesión de las candelas por el interior de nuestra hermosa catedral, templo de referencia de nuestro Jubileo de la Esperanza en Palencia. Os invito a permitir que la Palabra de Dios proclamada, entre en las coyunturas de nuestro ser, ilumine las zonas oscuras y en penumbra de nuestras historias.

José y María han hecho algo común para unos devotos judíos de hace dos mil años, presentar a su primogénito a Dios, de quien la criatura viene y a quien pertenece. También muchos padres católicos hace no tantos años, presentaban a sus hijos a la Virgen, tras la celebración del Bautismo. Con ese sencillo acto presuponían y escenificaban que los padres engendran a los hijos, pero no los crean. Colaboran con Dios al concebirlos, pero sólo Dios es el dueño y el amigo de la Vida.

Vivimos en una época en la que se ha desdibujado esta conciencia de nuestro origen y de nuestro destino, y como consecuencia de ello, se pierde la idea de vocación, tan liberadora. Porque la cuestión fundamental del ser humano no es tanto preguntarnos “¡quién soy yo?”, sino “¿para quién soy yo?”, o “¿de quién soy yo?”.

María ha escuchado del ángel que su hijo se llamará Hijo de Dios, y José a su vez, le ha escuchado y ha respondido al encargo de Dios poniendo el nombre al hijo de María: Yeshua, Salvador, y Emmanuel, Dios con nosotros. Y es que mujeres y hombres estamos sellados misteriosamente con un nombre que Dios lleva tatuado en la palma de la mano, y que hemos de descubrir y custodiar. Y ese niño, ese Hijo de Dios eterno comparece hoy en carne en el Templo de Jerusalén, para que se cumpla toda justicia.

Lo hemos escuchado en la carta a los hebreos: “de nuestra carne y sangre participó también Jesús; así, muriendo, aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y liberó a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos”. Jesús, que desde la eternidad es el Unigénito del Padre, ha pasado a ser el primogénito, nuestro hermano mayor, el hijo de María, el consagrado para que todos tengamos vida. Su presentarse hoy en el Templo a los cuarenta días de su nacimiento, sella a su vez que ha sido consagrado para ti, para mí, para cada uno de nosotros.

¿Para quién soy yo? Es la pregunta que trabajaremos la semana que viene en el Congreso de las Vocaciones en Madrid. No para el miedo, no para la muerte, sino para la Vida, la Libertad de los hijos y de las hijas de Dios, para Jesús, nuestro Salvador, Esposo, Amigo, Hermano. La espera del Salvador ha sido larga: dos ancianos, Simeón y Ana, habitados por el Espíritu Santo, aguardaban la manifestación del Mesías. Y antes de morir, el Espíritu Santo les había conducido al Templo, y les señaló al niño en brazos de María.

La Virgen de la Calle, la Virgen de los caminos de Galilea a Judea, la Virgen que camina de Belén a Jerusalén nos presenta hoy a su Hijo. Cumple así la profecía de Malaquías. El Señor Dios dice: “mirad, yo envío mi mensajero, para que prepare el camino ante mí. De pronto entrará en el santuario del Señor, a quien vosotros buscáis, el mensajero de la alianza que vosotros deseáis”. Notad que el Padre Dios llama a su Hijo mensajero de la alianza. Por fin, tras larga espera de siglos, el pueblo elegido tiene a su salvador en medio del pueblo.

La profetisa Ana, reconoce al niño y “daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel”. Qué contexto tan curioso para la presentación en la historia del hijo de Dios. Unos ancianos, al final de su vida, son los encargados de señalar que por fin llega la liberación de todos los dolores, de todas las opresiones, de todas las muertes. Y hoy nos toca a nosotros corresponder al regalo del Señor. Decimos en la oración de la Misa: te rogamos humildemente, que así como tu Hijo unigénito, revestido de nuestra humanidad, ha sido presentado hoy en el templo, nos concedas, de igual modo, a nosotros, la gracia de ser presentados delante de ti con el alma limpia.

Y en este año del jubileo, eso conlleva además presentarnos en medio del mundo como signos de esperanza. El Papa nos ofrece unos cuantos cauces:

- Hombres y mujeres de paz

- Que transmiten vida y engendran nuevas vidas

- Que dan esperanza a los enfermos, y a los jóvenes

- a los migrantes y a los enfermos

- a los vulnerables y excluidos

Quiero terminar citando al Papa Francisco que nos insiste en vivir anclados en la esperanza, que es lo más cierto a pesar de todos. Mientras hay esperanza hay vida, y esa es la que los cristianos estamos invitados a ofrecer a todos a manos llenas, con el corazón agradecido a Jesús, el Señor, que nos la ha regalado muriendo y resucitando por nosotros:

«Creo en la vida eterna»: así lo profesa nuestra fe y la esperanza cristiana encuentra en estas palabras una base fundamental. La esperanza, en efecto, «es la virtud teologal por la que aspiramos […] a la vida eterna como felicidad nuestra». El Concilio Ecuménico Vaticano II afirma: «Cuando […] faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas —es lo que hoy con frecuencia sucede—, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación». Nosotros, en cambio, en virtud de la esperanza en la que hemos sido salvados, mirando al tiempo que pasa, tenemos la certeza de que la historia de la humanidad y la de cada uno de nosotros no se dirigen hacia un punto ciego o un abismo oscuro, sino que se orientan al encuentro con el Señor de la gloria. Vivamos por tanto en la espera de su venida y en la esperanza de vivir para siempre en Él. Es con este espíritu que hacemos nuestra la ardiente invocación de los primeros cristianos, con la que termina la Sagrada Escritura: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20).

Hermoso regalo el que nos ha hecho Dios Padre dándonos al Hijo, hermosa tarea de cuantos ya tenemos la respuesta a la pregunta: “¿de quién soy?”. Del Señor, para compartir su Vida con todos.

Que la Virgen de la Calle nos acompañe en todo este Año Jubilar con su maternal presencia.