Feliz Pascua, hermanos, y muchas gracias por lo que sois y hacéis al servicio del Señor y su pueblo en los distintos ministerios que tenéis encomendados.
Estamos a las puertas del Triduo Pascual, tres días en honor de Jesucristo, muerto, sepultado y resucitado, en los que cantaremos en nuestras comunidades las misericordias del Señor. Él nos ama y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre y nos ha hecho reino y sacerdotes para nuestro Dios, su padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos.
Mirad: Él viene entre las nubes, en los sacramentos; en la Iglesia, y en sus sacramentos, que son presencia activa del mismo Resucitado y su Espíritu que nos acompaña con su fidelidad y misericordia, y en sus elementos materiales: el óleo y el crisma nos perfuma de fiesta Por ellos no sólo nos llamamos sino que somos sacerdotes del Señor y ministros de nuestro Dios, somos la estirpe que bendijo el Señor, porque él ha hecho con nosotros un pacto perpetuo.(1ª y 2ª. Lecturas) Pero, ¿para qué?
Para continuar su misión para ser sus testigos en el mundo, testigos, discípulos misioneros que anuncian la Buena Nueva a los pobres, la libertad a los cautivos, la vista a los ciegos, el año de gracia del Señor, el día de la venganza de nuestro Dios, que se venga del mal y del pecado con el amor compadeciéndose y consolando a los afligidos, que nos enriquece con su pobreza, (1ª Lect. y Evangelio) que anuncian a Jesús con obras y palabras, pero como Iglesia, no aisladamente, sino como miembros del pueblo ungido. Pero esta Iglesia concreta, la de Palencia. San Agustín nos dice como decía a los fieles de Hipona frente a la secta de los donatistas: «Amad a esta Iglesia, sed esta Iglesia, permaneced en esta Iglesia». San Ignacio de Loyola diría y lo mismo San Óscar Romero: «Sintiendo con la Iglesia». Pero, ¿qué supone esto?
1. Reconocer que todas nuestras fuentes están en Dios: En Dios Padre, creador y medida de todas las cosas, un Dios que por amor se hace criatura, que siendo Hijo se hace siervo y hombre. En Cristo Dios habla con nosotros, vive con nosotros, sufre con nosotros y asume la muerte por nosotros para darnos vida; un Dios que es Espíritu de amor, fuerza y sello, prenda y arra de nuestra gloria. En este Dios Padre, Hijo y Espíritu, nos movemos, existimos y somos. De él viene todo, él a todos da vida, el aliento y todas las cosas. En él creemos, en él esperamos, en él nos sabemos amados y queremos amar. Es el misterio último de todo ser, especialmente del ser humano.
2. Reconocernos con gratitud miembros de la Iglesia. No somos la Iglesia, sino parte de la Iglesia. Es más grande que cada uno de nosotros. Somos miembros de la misma por el bautismo, la confirmación y la Eucaristía. Por la fe y los sacramentos hemos sido hermanados con una presencia que nos supera y trasciende. Pero todo con acción de gracias. Por tanto, bien recibido- la vida, la fe, la familia, la comunidad cristiana, los sacerdotes, los catequistas, los formadores del seminario, los profesores, a los compañeros del mismo presbiterio… Es un don que nos supera; nosotros no somos los propietarios de la Iglesia, ni hemos inventado la Iglesia, ni nace con nosotros y seguirá sin nosotros.
3. Vivir la Iglesia y amar al pueblo. La Iglesia reconoce que ha nacido del costado del nuevo Adán, dormido en el árbol de la cruz, pero amada como esposa, embellecida por el amor entregado de su esposo, perdonada, consagrada y purificada con el baño del agua y la palabra. El Pueblo de Dios. Lo dice el Concilio Vaticano II. Es el pueblo, nuevo pueblo de Dios, que él ha hecho, que él ha sacado, que le tiene por Señor, formado por todos los bautizados, por la palabra del Dios vivo por el agua y la Espíritu Santo, y llamado a ensanchar sus límites y acoger a todos. Un pueblo que tiene como Cabeza a Cristo, que tiene como condición la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo, y tiene como ley el mandato de amar como el mismo Cristo nos amó. Un pueblo que está llamado a ser el germen más grande la unidad, esperanza y de salvación para todo el género humano por su comunión de vida, de caridad y de verdad, llamado al mundo como testigo de la luz del mundo y sal de la tierra y sacramento visible de la unidad salutífera para todos y cada uno; un pueblo que le confiese en la verdad y le sirva en la santidad.
Nos salvamos como pueblo, no aisladamente, con los otros. San Agustín decía: Soy cristianos con vosotros y obispo para vosotros. No quiero salvarme sin vosotros sino con vosotros
Un pueblo ungido por el Espíritu santo, en el que está el Señor, al que hay que oír, escuchar sus latidos. Un pueblo que tiene olor, un olor que tenemos que percibir: sus alegrías y penas, sus tristezas y angustias, discernidas a la luz de la Palabra de Dios.
4. Una Iglesia que vive la sinodalidad: san Juan Crisóstomo decía que la decir Iglesia es decir sinodalidad, es caminar juntos, vivir juntos, ser familia, con todos, entre todos y para todos y en todas las comunidades eclesiales. Tenemos que saber contar con los otros, escuchar a los otros, contar con los otros, colaborar, y dejar espacio a los otros. En los demás, miembros de vida consagrada y laicos, habita y habla el Espíritu. La autoridad no es para dominar, sino para ayudar a crecer, aumentar, progresar y promover a los hermanos.
5. Una Iglesia que lleva en sus entrañas la Kénosis de Cristo y actúa con los mismos sentimientos de su Señor, del que es Camino, Verdad y Vida, que sale al encuentro y no tiene miedo a tocar las heridas el pueblo y sus dolencias, que se sabe conmover. Un pueblo que tiene por Cabeza a Cristo, el que marca sus prioridades y gustos, el uso del tiempo, del dinero, la forma de rezar, de relacionarse con los otros, sean quienes sean, y con la naturaleza, que abre horizontes nuevos de esperanza y vida, que crea lazos y da raíces para florecer, crecer y ser fecundos… Humilde, y pobre, no altanero, ni orgulloso o autosuficiente.
6. Una Iglesia que vive con todos sus hermanos la Kénosis de Cristo, el eternamente joven, pero particularmente con los jóvenes como nos lo presenta el papa Francisco en la Exhortación Apostólica Christus Vivit. Tenemos que leerla, interiorizarla, dejarnos impactar y llevarla a la práctica. Los jóvenes, nos dice el papa, son un lugar teológico en los que el Señor nos da a conocer algunas de sus expectativas y desafíos; ellos son el termómetro de nuestra evangelización, ellos tienen semillas del Reino. Debemos escuchar, valorar, respetar, acompañar y aprender de los jóvenes y discernir lo que el Espíritu nos dice por ellos y por todos; el Espíritu que nos llama a la solidaridad, a la austeridad, a dar lo que hemos recibido, a atender a los más desfavorecidos y preocuparnos de la Palencia nuestra vaciada... Ellos van por delante muchas veces, y debemos ser pastores que van delante, en medio y detrás, sin miedo. Debemos prestar más atención a la pastoral juvenil, acompañar, hacer grupos, promover y potenciar. No lamentarnos y actuar sin paternalismos, sino como auténticos padre y hermanos en Cristo.
Debemos prestar atención a los jóvenes que sufren situaciones conflictivas como violencia doméstica, explotación sexual o laboral, y a los emigrantes.
7. Debemos ser pastores de la Iglesia que son y viven la fraternidad con sus compañeros sacerdotes. Que cultivan entre si la cultura y momentos y espacios de encuentro. ¿Nos afecta la vida de los compañeros? ¿Compartimos el pan del Señor, pero ¿y la vida, el trabajo, la acción pastoral, la reflexión y la oración? ¿Nos dejamos impactar por lo que viven, sufren o se alegran? ¿Nos acompañamos, sostenemos y ocupamos unos de otros? ¿Tenemos compasión entre nosotros o practicamos la condena, el chismorreo, el desentendernos de los demás, a no ser que sean nuestros amigos? No olvidemos que, como dice el papa Francisco, la misericordia es la vida central de la Iglesia. Con nuestros hermanos los laicos, ¿tenemos actitudes de poder, de protagonismo y orgullo soberbio, o de servicio, de entrega total y desinteresada?
Hermanos: que podamos, por la gracia del Señor, decir: Hoy se ha cumplido esta escritura que hemos oído y que nos ha sido regalada; que vivamos así y el crisma que recibimos en el bautismo, al confirmación y la ordenación baje hasta la orla del ornamento y llene nuestros pueblos y ciudades del buen olor del Resucitado, del difunto que la comunidad cristiana sostiene que está vivo, y nos ama, nos lava los pies, nos perdona como al buen ladrón y se da como comida y bebida para que seamos uno con él y en él, nos impulsa y acompaña y tengamos vida y vida eterna.
Que Santa María, la Madre de la Iglesia, de la Cabeza y los miembros, interceda por nosotros para que seamos como ella dóciles al Espíritu del Padre y del Señor Jesús, muerto y resucitado, seamos discípulos y misioneros. Que san Antolín, san Rafael y san Manuel se unan a esta intercesión por esta Iglesia de Dios en Palencia.
Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia
Catedral de Palencia. 16 de abril de 2019