El Evangelio funde nítidamente la causa de Dios con la causa de la humanización del hombre. Por eso, hemos de empeñarnos con resolución en esa dirección, comprometidos en nombre del Evangelio en la tarea de la humanización al servicio de la justicia, al servicio de los más pobres y junto con ellos.
EVANGELIO
En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron. Acercándose a ellos, Jesús les «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos».
(Mateo 28, 16-20)
HUMANIZAR LA VIDA
Jesús no se aleja de este mundo; la exaltación del Nazareno viene a ser la más entrañable humanización suya y nuestra: «la Ascensión es la exaltación de la Humanidad de Dios en Jesús» (J.M. Castillo). De resultas, la humanización constituye el terreno común para definir la unión entre fe y vida. El Evangelio funde nítidamente la causa de Dios con la causa de la humanización del hombre. Por eso, hemos de empeñarnos con resolución en esa dirección, comprometidos en nombre del Evangelio en la tarea de la humanización al servicio de la justicia, al servicio de los más pobres y junto con ellos.
La Iglesia perdería toda su credibilidad y autoridad si los más sencillos y pobres no viesen en ella una aliada ni encontrasen en ella el espacio que les corresponde de pleno derecho. La autoridad no se tiene, sino que siempre se recibe, en la medida en que es reconocida por otros. Lo mismo ocurre con la Iglesia: recibe su autoridad de las personas humildes y necesitadas, del agradecimiento que ellas le expresan. Este reconocimiento por parte de los pobres es lo que da a la Iglesia autoridad a los ojos del mundo y lo que hace que esa misma Iglesia pueda reconocerse fiel al Evangelio.
TESTIMONIO: «MUERTES SIN VIDA»
El 17 de noviembre de 2017, un menor marroquí de 14 años moría atropellado cuando intentaba cruzar la frontera para entrar en Ceuta, escondido en los bajos de un autobús. Perdió el equilibrio, cayó al suelo y fue aplastado por las ruedas traseras del vehículo. Una desgracia más entre tantas otras desgracias. La prensa se limitó a comunicar el hecho. No había más. Nunca sabremos su nombre.
El 21 de abril de 2013, Alpha Pam, un joven senegalés, moría en Mallorca a causa de una tuberculosis. Residía en España desde hacía ocho años y no disponía de tarjeta sanitaria. Por ser un inmigrante en situación irregular, la reforma sanitaria de 2012 lo había eliminado de la sanidad gratuita. Acudió a su centro de salud en siete ocasiones, fue a urgencias de su hospital de referencia en tres ocasiones. Pero no fue atendido. Murió en su domicilio.
Las fronteras geográficas que levantamos con aduanas y vallas y las que levantamos con leyes sanitarias egoístas. Pero la mayor y peor de todas las fronteras es la que construimos con nuestra indiferencia. El papa Francisco, el 19 de noviembre pasado, en la celebración de la eucaristía de la I Jornada Mundial de los Pobres, decía: La indiferencia es cuando decimos «no es algo que me concierne, no es mi problema, es culpa de la sociedad. Es mirar a otro lado cuando el hermano pasa necesidad, es cambiar de canal cuando una cuestión seria nos molesta, es también indignarse ante el mal, pero no hacer nada». La indiferencia nos hace ciegos, sordos, insensibles. Jesús derribaba fronteras, desmontaba prejuicios, relativizaba leyes y generaba cercanía y encuentro («Sementera»).
ORACIÓN: «ESCOGER LA VIDA»
Esta mañana BENJAMÍN G. BUELTA |
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