+ Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia
El día de Navidad, en el Oficio de Lectura de la Liturgia de las Horas de la Iglesia Católica, se lee un texto de San León Magno, papa del siglo V, que siempre me llama la atención. Dice: «Reconoce, cristiano, tu dignidad y, puesto que has sido hecho partícipe de la naturaleza divina, no pienses en volver con un comportamiento indigno a las antiguas vilezas. Piensa de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro» (Sermón 1 de la Natividad del Señor, 1-3). Esto se dice a todos los cristianos, pero yo me atrevo, glosando a San León a decir: “Reconoce, ser humano, tu dignidad”.
Estoy convencido de que el futuro estará marcado por la concepción del hombre que tengamos y que debe marcar todo nuestro pensar, querer y actuar, tanto a nivel personal como social, económico, cultural y político. ¿Qué es el ser humano? ¿Quiénes somos los seres humanos, cada uno de nosotros y todos, varones y mujeres, niños y mayores, de los países que decimos estamos “civilizados” y de los más primitivos?
No somos solo animales racionales, ni somos fruto del azar o de la necesidad, ni pasiones inútiles, ni seres para la muerte, aunque tengamos que morir, ni seres fruto de reacciones químicas, ni seres amados y con capacidad de amor. Tenemos una dignidad inigualable con relación a todos los demás seres del universo conocido y por conocer. «Nuestra existencia consiste en “hacer cosas” (conducta), eligiendo (libertad) de acuerdo con un proyecto (responsabilidad)» (J. L. Moral de la Parte). Somos seres relacionados, con la naturaleza, con nosotros, con los otros, con las cosas y con Dios. Tenemos una dignidad que nos supera y que hunde sus raíces en el misterio que envuelve todo lo existente: Dios. En él está la fuente de nuestra dignidad. Somos criaturas, es verdad, pero somos imagen y semejanza de Dios (Gen 1, 26; Salmo 8, 5s; Sab 2, 23; Eclo 17, 3s). Es más, desde el misterio de la Encarnación y del Nacimiento Jesucristo que estamos celebrando estos días, somos hijos de Dios Padre, hermanos de Jesús, el Cristo, que trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Somos morada de su Santo Espíritu. Y esto no sólo los creyentes y bautizados, sino todos los seres humanos. Lo que nos diferencia los creyentes de los que no lo son es que los creyentes sabemos, tenemos experiencia de un Dios y Padre, compasivo y misericordioso porque así no lo ha mostrado Jesucristo con su palabra, y sus obras, sobre todo con su muerte y resurrección, con toda la obra de su amor. Es como quien sabe que tiene padre y madre y quien desconoce quién es su padre y su madre. Los creyentes nos sentimos amados, pero no de forma impersonal, sino por Alguien que es AMOR. Con la misma dignidad, porque esta está en cada uno, por ser hijos de Dios. En el Bautismo hemos confesado y toda la comunidad cristiana con nosotros y por nosotros que estamos sumergidos, empapados hasta los tuétanos en Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. En él radica nuestra dignidad.
¿Que cómo corresponder? San León dice: Reconoce tu dignidad. Y yo me atrevo a añadir: y la dignidad de los demás. Pero no únicamente de forma retórica, ni, aunque esté expresado en el catálogo de los Derechos Humanos, del Niño y de la Familia, proclamados por las Naciones Unidas y por otras entidades, sino en la práctica, en el día a día. Reconozcamos la dignidad del no nacido, del niño de la calle que está explotado y utilizado como fuente de órganos para dárselos a otros en los hospitales para ricos, y del anciano cargado de años y experiencias, en el parado, en el descartado de la sociedad, en el joven drogadicto, en el emigrante o refugiado que llega a nuestras costas en pateras, en el que está en las colas del hambre, en el que pide a la puerta de un banco o de una parroquia. Defendamos su dignidad siendo voz de los que no tienen voz, asociándonos con otros vecinos o instituciones públicas y privadas que luchen por la justicia y el reconocimiento del otro. Vivamos el amor como Cristo nos amó y nos ama hasta compartir nuestra condición humana totalmente y cargar con nuestras dolencias. Tratemos a los demás como nos gusta o gustaría que nos traten; tengamos la empatía del Buen Samaritano (Lc 10, 25-37) como nos invita a vivir el papa Francisco en el Documento “Fraternidad Humana” y en su Encíclica “Fratelli Tutti”. Todos hermanos porque todos tenemos un misma Padre, un mismo hermano mayor, Jesús, del cual somos herederos y coherederos, y un mismo Espíritu que nos impulsa y mueve a promover teórica y prácticamente la dignidad humana y su vocación hasta que lleguemos a la unión plena con Cristo donde nuestro corazón inquieto encontrará su descanso (San Agustín), la paz, la vida, la plenitud de lo que esperamos y anhelamos.