+ Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia
Dentro ya de la Semana por la Oración por la Unidad de los Cristianos quiero compartir con los lectores esta segunda reflexión sobre la unidad, no únicamente entre los cristianos de las diversas confesiones y la misma Iglesia Católica, sino también con uno mismo, buscando la unidad interior de la persona, la unidad en la familia, con los vecinos, la unidad entre los pueblos y regiones, la unidad en la nación y entre las naciones. ¿Cómo trabajar por la unidad? Desde el amor, pero el amor hay que desmenuzarlo, traducir esa gran palabra a calderilla, a obras, pequeñas y humildes, pero fundamentales.
En primer lugar, pidiendo a Dios el don la unidad. Dios es el Dios que es espléndido en sus dones y sin Él no podemos hacer nada acertado. Y aprender de Él, el Maestro, cómo reconciliar, buscar la armonía, acertar en hacernos uno, sin caer en el uniformismo y respetando la pluralidad.
Después deseando la unidad. No trabajaremos, ni nos comprometeremos por la unidad sino la percibimos, en conciencia, como un bien, si no lo deseamos y anhelamos con todo nuestro corazón. Después vendrá el poner los medios, y quizás no acertaremos, pero si desearlo, como nos decía san Pablo: «En la medida de lo posible y en lo que dependa de vosotros, manteneos en paz con todo el mundo» (Rom 12, 18).
Después asumir la realidad de la división, sin autoengañarnos. Asumirla y reconocerla, buscando sinceramente las causas, comenzando por uno mismo; no podemos ver sólo la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el nuestro (cfr. Lc 6, 41-42). Tendemos a culpar a los otros, no a nosotros mismos y creer que nosotros tenemos la verdad. Eso es ser autorreferenciales, como denuncia muchas veces el papa Francisco, porque es expresión del egoísmo. Solo lo haremos si somos humildes, si no nos vemos como santos, sino como personas frágiles, pecadoras, muchas veces con buena intención, pero que nos equivocamos. Revisar nuestro lenguaje.
Posteriormente ver los lazos que nos unen, que son muchos y más fuertes que los que nos separan, como ser personas, hermanos, miembros de la misma familia, la misma fe, un solo Señor, una sola la fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos (Ef 4, 3-6) y que compartimos una sola esperanza, un solo cuerpo (Ef 4, 3-6).
Entonces debemos comenzar el diálogo. No esperar que el otro o la otra dé el primer paso, que venga a nosotros, sino nosotros, con pequeños gestos, como saludar, sonreír cuando nos encontramos. La comunicación es fundamental, y supone aclarar las cosas, no queriendo nosotros imponer nuestra razón o punto de vista, sino abiertos a las razones o puntos de vista del otro. El diálogo auténtico, según San Pablo VI, (Cfr. Ecclesiam Suam, 75) debe tener estas cuatro notas: Claridad, ante todo. Supone capacidad de comprensión, un trasvase de pensamiento. Después, la mansedumbre: no orgulloso, ni hiriente ni ofensivo, no es imposición ni orden; es pacífico, evita los modos violentos, es paciente y generoso. También debe caracterizarse por la confianza tanto en el valor de la palabra propia cuanto en la actitud de aceptar la del interlocutor. Promueve la confianza y la amistad; entrelaza los espíritus en la mutua adhesión a un bien que excluye todo fin egoísta. Y, por último, la prudencia que tiene en cuenta las condiciones psicológicas del que escucha; si es niño, o inculto, si impreparado, si desconfiado, si hostil, si es sensible... sin resultar molesto e incomprensible. Dar tiempo al tiempo, que “no se conquistó Zamora en una hora”.
Por descontado, podíamos concretar más, pero eso es tarea de cada uno, como la imparcialidad, compartir causas comunes, el servicio mutuo, pequeños o grandes favores, tomar las pequeñas o grandes injurias con humor, interesarse por la salud o por la familia del otro, aprovechar las ocasiones como un fallecimiento, dar la enhorabuena por un éxito, y, cómo no, el perdón de las ofensas, no sólo en un sentido de dar y ofrecer el perdón, sino también estar dispuestos a pedir y recibir perdón. Sobrellevarse mutuamente con amor, sin amargura, sin ira ni insultos. Puede ser que en ocasiones la unidad nos pida ceder no en lo esencial, sino en lo secundario y otras podamos acudir a un tercero, hombre o mujer buenos que haga de mediador, que nos ayude a ver más claras las cosas. Recordemos que todos somos hermanos, hijos del mismo Padre, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, y llamados a compartir la misma herencia de la vida eterna con Él. Seamos constructores de unidad allí donde estamos.