El Amor, clave de la vida cristiana y humana - Amor con amor se paga

+ Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia

Como memoria agradecida al Papa Benedicto XVI, fallecido recientemente, he dedicado varios artículos al amor, teniendo como fondo la Encíclica primera, Deus Cáritas est -Dios es amor-. En ella responde supuestas preguntas, como ¿se puede amar a Dios? ¿Es amor es algo impuesto? ¿No es acaso un sentimiento que tenemos o no tenemos? ¿podemos amar de verdad al prójimo? ¿La Iglesia, con sus mandamientos y prohibiciones no nos amarga la alegría del eros, de ser amados, que nos empuja hacia el otro y nos quiere convertirse en unión? ¿No puede dejar la Iglesia este servicio de caridad hacia los que sufren en el cuerpo o en el alma y necesitan el don del amor? ¿No puede dejar este servicio a otras organizaciones filantrópicas de las muchas que hay? ¿No habría que apuntar a un orden de la justicia en el cual no existiesen necesitados y así la caridad resultara superflua? De todo esto trata la Encíclica.

Hoy deseo seguir con algunas reflexiones más sobre el amor a Dios.

El refranero español dice que: “amor con amor se paga”. Y es así. Si la fuente del amor es Dios que es amor, que ha hecho una alianza de amor con los hombres de tal manera que la fórmula de la alianza es de mutua pertenencia: «Yo soy tuyo y tú eres mío-mía» (Is 43, 1-13) (Cant. de los Cantares 2, 16) u otras fórmulas parecidas, como «yo soy tu Dios, tu eres mi pueblo» (Ex 6, 4-9; Ez 36, 23-28). Y en Jesucristo, muerto, crucificado y resucitado, se ha manifestado definitivamente lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo (Ef 3, 14-21) de su amor, con el Espíritu Santo que se nos ha dado, si Él nos amó primero (I Jn 4, 19). ¿Cómo corresponder a su amor?

San Juan, en su primera carta nos lo dice: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él... Si alguno dice: Amo a Dios y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido este mandado que quien ama a Dios, ame también a su hermano» (I Jn 4, 20-21).

Tenemos que amar a Dios y al prójimo, (Mt 22, 34-40) y amarlos como ama Jesús, hasta el extremo (Jn 13, 1; 15, 1-17).

La vida de Jesús fue una manifestación total de amor a Dios Padre y a los hombres. Nosotros expresaremos que amamos a Dios y correspondemos a su amor, si guardamos los diez mandamientos, que se resumen en dos. Los mandamientos no son anticuados, ni están superados, son actuales. Otro gallo nos cantaría si los guardáramos, no por temor, pues el creyente debe obrar siempre por amor. El temor de Dios no es que temamos a Dios, sino que tememos de nosotros mismos no corresponder. Nos iría la convivencia mucho mejor.

El primero dice: «Escucha, Israel, el Señor tu Dios es el único Señor; amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo. No hay mandamiento mayor que estos» (Mc 12, 29-34). Amar a Dios es poner a Dios en el centro de nuestra vida; es la fuente y el fin de nuestra vida; es el origen, guía y meta del universo (Rom 11, 33-36). Es poner en Él toda nuestra confianza, no en los horóscopos, en la astrología, en la quiromancia, etc., porque es nuestro Padre y nada ni nadie podrá apartarnos de su amor (8, 31-39), porque Él está con nosotros.

Amaremos a Dios si le respetamos, su nombre y todas sus obras, sobre todo el hombre, cada hombre y cada mujer, si respetamos sus derechos y dignidad siguiendo a Jesucristo, siendo sus discípulos y misioneros; si le adoramos, que no es simplemente ponerse de rodillas o tirarse en el suelo delante de él, sino reconocerle como Dios y Señor, creador, salvador, redentor, liberador y santificador; si nos dejamos abrazar por él, besar por él, si le dejamos ser el Señor de nuestra vida, de nuestro pensar, de nuestro corazón y de nuestras obras. Le amaremos si no tenemos ídolos en nuestra vida, si no idolatramos el dinero, el poder, la fama, a un hombre o mujer, o una ideología; hablemos con él, desahoguemos nuestro corazón con él en la oración, que él nos escucha; escuchemos su voz que nos habla de mil maneras: por la creación, por su Hijo Jesucristo, por cada hombre o mujer, especialmente por los pobres y necesitados, por los acontecimientos de la vida.

Si ponemos en Él toda nuestra fe, esperanza y caridad. Si aceptamos sus palabras y nos fiamos totalmente y siempre de Él que es compasivo y clemente, fiel y misericordioso, que siempre perdona y espera, hacedor siempre del bien. Cuando lo esperamos todo de él, de sus promesas, sin caer en la desesperación ni en la presunción. No seamos ingratos con Dios, que nos ha creado, nos ama, nos lleva en su corazón y habita en nosotros, es el misterio más profundo del ser humano, de cuanto existe y de la historia. Seamos agradecidos porque “es de bien nacidos el ser agradecidos”.