+ Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia
El domingo pasado tuvimos las elecciones locales en nuestra provincia y Diócesis. Espero que el resultado no defraude nuestras esperanzas presentes y futuras; es más que el espíritu de concordia y de armonía entre las diversas personas y partidos elegidos democráticamente para gestionar el futuro no nos defraude, sino que sepan y acierten mirar y buscar el bien común, que es bien de todos, el bien integral y de cada uno, especialmente el de los más humildes y abandonados de nuestros pueblos y ciudades.
No me refiero a esa esperanza de que todo vaya bien por arte de magia, no es una visión optimista sobre nuestra realidad, como en las películas del oeste, que siempre ganan los “buenos”. O que depende de nuestro estado de ánimo, si no nos levantamos con el pie derecho o el izquierdo, si tenemos “buen día o mal día”. Tristemente nuestro presente, y creo que el futuro, está marcado por las guerras, las divisiones y discordias, el afán de bienes, el orgullo, las guerras, los odios, el afán de poder, angustias y temores, desalientos. Es verdad que nosotros, todos, soñamos en que mañana sea todo mejor, “porque la esperanza en el único bien común a todos los hombres; los que todo lo han perdido la poseen todavía” (Tales de Mileto). “La esperanza pertenece a nuestra vida, es la vida misma defendiéndose” (Julio Cortázar) y, como decía un joven monje: “lo último que se pierde no es la esperanza, sino la dignidad”. El papa Francisco nos recodaba hace poco a todos los hombres que “sin ternura y sin esperanza no podemos vivir”.
Pero tenemos en nuestra Iglesia y en nuestra sociedad un motivo permanente para generar esperanza. Es la vida consagrada, en particular la de los miembros de la vida contemplativa. Hoy en la Iglesia, cuando celebramos a nuestro Dios que es uno y trino, la fiesta de que Dios es familia, -Padre, Hijo y Espíritu- damos gracias a Dios por la vida de los monjes y monjas contemplativos de nuestra Iglesia particular y del mundo entero. No están fuera del mundo, ni aislados de todo lo que nos ocurre en la sociedad, de nuestras angustias, tristezas y gemidos, sino que comparten el dolor, los dramas humanos, nuestras heridas en el silencio de los monasterios y de los claustros.
En nuestra diócesis, como bien sabéis, tenemos un monasterio de varones, el de san Isidro de Dueñas, y otros 12 de mujeres: Agustinas de la Conversión, Agustinas Canónigas, Agustinas Recoletas, Brígidas, Cistercienses, 5 de Clarisas, Dominicas, 2 de Carmelitas Descalzas. A veces algunos no lo entienden: “¿Qué hacen esas mujeres y hombres encerrados entre cuatro paredes, orando y conviviendo y trabajando porque no viven del cuento? Oran por todos, por ti y por mí, trabajan para no comer de balde el pan, sino para compartirlo con los hermanos o hermanas y con los más necesitados, y viven en fraternidad porque cada uno o cada una es un regalo para los otros. Nos recuerdan permanentemente que nuestra esperanza está en Dios. La Vida contemplativa nos hace presente que sólo en Dios, en la fuerza renovadora de las bienaventuranzas, de la honradez, de la sencillez, la bondad, de la ternura y la compasión, de la fe y la caridad están nuestra esperanza temporal y eterna. Cuando todos vivamos en la sociedad los valores que viven, con sus fallos que también los hay porque somos humanos, en los monasterios. Ellos también conviven, trabajan, y oran, pero abiertos a Dios y al Evangelio de Jesús y a toda la humanidad; anuncian con su vida la llegada del Reino, de los bienes definitivos y futuros; nos invitan descubrir el sentido de la vida, de la muerte, del amor, el sufrimiento y la alegría, el tiempo y la eternidad.
Ellos también nos llaman a ser más contemplativos a todos, ya que el contemplativo es aquel que se esfuerza por captar, por ver, por leer, por vivir la presencia de Dios en la vida de cada día. Y vernos nosotros y toda la realidad, a una luz más profunda que el láser o los rayos equis, a la luz de Dios, donde nos descubrimos como Hijos amados por Dios y hermanos todos en Cristo, también de todo lo creado. Anuncian con su vida la llegada del Reino, de los bienes definitivos y futuros; nos invitan descubrir el sentido de la vida, de la muerte, del amor, el sufrimiento y la alegría, el tiempo y la eternidad. Y ¡cómo lo necesitamos! Necesitamos momentos de silencio para pensar, reflexionar sobre nuestro trabajo, nuestra existencia, nuestra convivencia. Y esperan con paciencia, como el labrador cuando espera las lluvias y los frutos, y con alegría.
Nos enseñan que también Dios nos espera, como espera la vuelta del hijo pródigo y el ingreso del hijo mayor en la fiesta familiar (Cfr. Lc 15, 11-31), como espera el padre o la madre la vuelta del hijo o de la hija que está lejos, el novio o la novia la llegada del amado, el amigo o amiga la presencia del amigo o amiga. Dios siempre está cerca, pero espera que nos acerquemos a él, que nos dejemos besar, abrazar y vestir por él, por su amor, porque Dios es amor (I Jn 4, 8). “¿Cómo es posible vivir esperando lo que espero? Qué dulce es esperar cuando se espera... Esperar, sólo esperar con fe, como amor, esperar abrazado a la cruz”, decía el Hno. Rafael Arnáiz desde la Trapa. Oremos con ellos y por ellos; acudamos a sus monasterios y aprendamos de ellos.