+ Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia
Sobre la libertad y la conciencia hemos tratado anteriormente como elementos fundamentales del ser humano y su dignidad. Pero, ¿cómo se conectan ambas dimensiones? Es la responsabilidad. ¿Qué quiere decir responsabilidad? Es la capacidad de dar cuenta, de responder de sus propios actos o decisiones en el comportamiento imputables a su autor. La libertad hace al hombre responsable de sus actos en la medida que estos son voluntarios. Es más: la conciencia hace posible asumir la responsabilidad de los actos realizados. Si un hombre comete el mal, el justo juicio de la conciencia puede ser para él el testigo de la verdad universal del bien, al mismo tiempo que de la malicia de su elección concreta.
Los esclavos y los ignorantes no imputables, como los niños, son irresponsables, es decir no pueden responder. El hombre, el adulto, sí. De haber decidido obrar libre y voluntariamente, con pleno conocimiento, es imputable y responsable, teniendo en cuenta el objeto elegido de la acción, el fin que se busca o la intención con que se hace y teniendo en cuenta las circunstancias de la acción. Pero responder ¿ante quién? Considero que nuestra capacidad de respuesta es múltiple: ante Dios, ante nosotros mismos, ante los demás y ante la creación.
Responsables ante Dios, como Adán y Eva ante Dios. En el pecado de los primeros seres humanos Dios pregunta: «¿Qué has hecho?» (Gen 3, 13; también ante quien acaba de asesinar a su hermano Abel: «¿Dónde está tu hermano?» (Gen 4, 10). Jesús también pregunta por la responsabilidad a aquellos que le preguntan: «¿cuándo te vimos con hambre y te alimentamos, o con sed te dimos d beber? ¿cuándo te vimos forastero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? Y el rey les dirá: En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 37-46). De la repuesta depende el premio o el castigo.
No podemos olvidar que Dios es bondad y misericordia fiel, pero también es juez de vivos y muertos, porque ante Él debemos dar cuenta de nuestras acciones, porque Él respeta nuestra libertad, no juega con nuestra libertad y dignidad. Los profetas de Israel juzgan al pueblo en nombre de Dios y le llaman a la conversión. Juan Bautista así se lo recordaba a los fariseos: «Raza de víboras, ¿Quién os haga enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la conversión. Y no os hagáis ilusiones, pensando: tenemos por padre a Abrahán; pues os digo que Dios es capaz de sacar hijos de Abrahán de estas piedras» (Mt 3, 7-12). En el credo decimos que Jesús vendrá de nuevo a juzgar a vivos y muertos y su reino no tendrá fin. Él retribuirá a cada hombre según sus obras y según el rechazo o la aceptación de su amor. El hombre puede condenarse eternamente si rechaza el Espíritu de amor (Mt 12, 32; Hebr 6, 4-6; 10, 26-31). Sin querer meter miedo como a los niños porque viene el coco, tenemos que recordar: «Si escucháis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones... ¡Atención, hermanos! Que ninguno de vosotros tenga un corazón malo e incrédulo, que lo lleve a desertar del Dios vivo» (Hebr 3, 7-18).
Dar cuenta, ser responsables ante nosotros mismos. La conciencia es lo más íntimo de nosotros que también clama, ratifica o sanciona; incluso el mismo cuerpo se resiente de nuestro comportamiento, tarde o temprano, a la corta o a la larga, pasa factura.
También tenemos que dar cuenta ante los demás. Cuántas veces echamos la culpa de cómo está la sociedad, de la corrupción, la contaminación del medio ambiente y la injusticia y desigualdad a los gobernantes, a generaciones precedentes, a los vecinos o al gato si lo tenemos. Tenemos que mirarnos a nosotros mismos. La situación actual de la sociedad civil o de la Iglesia es fruto de nuestro comportamiento; las arrugas y suciedad en la cara de la Iglesia y en la sociedad están producidas por nosotros sus hijos y sus miembros.
Este ser responsable ante los demás no afecta sólo a los que vivimos hoy, sino a los que sigan en el futuro. ¿Qué mundo, qué sociedad, qué creación, qué mares les vamos a dejar como herencia? Porque la tierra no es nuestra como si fuéramos señores absolutos; Dios nos la ha dado a todos los hombres para que la cuidemos y la dominásemos (Gen 21, 28). Hemos pasado por inundaciones, incendios, y no podemos mirar sólo a la Dana. Se impone un cambio, una conversión a la que nos llama permanentemente Jesús, pero no por miedo o temor, sino conversión a su Reino, a su amor (Mt 12, 18-45; Mc 1, 14-15).