+ Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia
«No existe nadie que no ame» (San Agustín). Hemos sido creados por amor y para amar. El amor es el principio de nuestro ser y actuar. Esa es la esencia de todo ser humano. No nos definimos por ser racionales, aunque la razón es uno de nuestros dones, ni por la mortalidad, que es también nuestro horizonte, etc. sino por amar y ser amados. Hemos sido amados por nuestros padres, y Dios, a través de su amor, nos ha amado y nos ha dado la vida.
Pero el amor, ¿de dónde procede? «Queridos hermanos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quién no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor... En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados» (I. Jn 4, 1-10). Jesús, el Cristo, es la manifestación más plena de Dios y condensa en sí toda la actuación de Dios en el Antiguo Testamento: «Quien me ha visto a mi ha visto al Padre». (Jn 14, 9). Él es el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí (Cfr. Jn 14, 6). «A Dios nadie le ha visto jamás; Dios unigénito, que está en el seno del Padre, es quien nos lo ha dado a conocer» (Jn 1, 18).
Y ¿a quién hemos de amar por qué orden? Porque si no existe nadie que no ame, y es verdad, pero también es verdad que “hay amores que matan”, que no conducen a la felicidad, al bien integral de la persona, por ejemplo, aquel que ama la droga, el alcohol, o se ama sólo a sí mismo. Jesús en el evangelio nos en seña qué amar y en qué orden amar. Nos lo dice varias veces resumiendo la Ley y los Profetas: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, y con toda tu fuerza y toda tu mente y al prójimo como a ti mismo. Amando así tendremos la vida (Lc 10, 28; Mt 22, 37-40). Aquí nos manifiesta un orden: amar a Dios, al prójimo y a nosotros mismos.
Alguno dirá: ¿Cómo amar a Dios que está por encima de nosotros y es invisible y no tenemos una experiencia sensible? San Agustín dice: «Ama para ver; lo que vas a ver no es algo de poco precio, no es algo que se lo lleva el viento; verás a aquel que hizo cuanto amas. Y si las cosas son hermosas, ¿cómo será quien las hizo? Dios no quiere que ames la tierra, no quiere que ames el cielo, es decir, las cosas que ves, sino a él mismo a quien no ves. El no verle no durará por siempre si tampoco dura por siempre el no amarle. Ámale cuando está ausente, para disfrutar de él cuando se haga presente. Ten deseo del que vas a poseer, de quien vas a abrazarte» (Sermón, 22-A, 4). Y ¿por dónde comenzar si no le veo? San Juan nos dice algo muy importante: «Si alguno dice: Amo a Dios y aborrece a sus hermanos, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Y hemos recibido este mandamiento: Quien ama a Dios, ame también a su hermano» (I Jn 4, 20-21).
Para llegar al amor de Dios, al que no vemos, hemos de comenzar por lo que vemos, y lo primero que vemos es a nuestros prójimos. Es verdad que «Dios es más grande que el hombre y primero, pues es Creador, Redentor y Santificador, es primero en el orden del ser, es más grande, pero en el orden de la realización es el amor al prójimo. En la tierra la prioridad es el amor al prójimo y será esta nuestra primera expresión de que amamos a Dios. ¿El que ama a su hermano, ama también a Dios? Es necesario que ame a Dios, que ame al mismo amor. Es preciso que ame también al amor. ¿Entonces, es que, al amar al amor, ama también a Dios? Por supuesto que sí. Amar al amor es amar a Dios... Sin Dios es amor, el que ama al amor ama a Dios. Ama pues al hermano y estate seguro» (San Agustín, Comentario a la carta de san Juan, 9, 10).
Y, ¿cómo me ama Dios? Las palabras se quedan cortas y pobres para hablar del amor de Dios, de su anchura y grandeza, porque nos supera y desborda. Él nos ha creado, nos ha dado y da la vida, nos respeta, nos ayuda, tiene paciencia, nos acompaña y guía, es fiel y misericordioso, nos perdona, nos habla, nos alimenta, nos da de beber, nos une a Él.
Y nos reúne, nos corrige, cree en nosotros, espera en nosotros, mora en nosotros y nosotros en Él, nos lleva en su corazón, se alegra con nosotros, nos da a su Hijo y su Espíritu, nos da a María, su madre, nos da a los otros, nuestros hermanos, busca nuestro bien y nos hace el bien, nos busca cuando nos perdemos, es nuestro supremo bien. San Pablo, en la primera carta a los Corintios 13, canta ese amor. Y todo esto, permanentemente. Quien ama puede intuir y atisbar cómo nos ama Dios.