+ Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia
Estamos todos sobrecogidos por las cifras de afectados y muertos; y fastidiados, preocupados en la incertidumbre ante la pandemia del coronavirus y su expansión. Esta realidad tiene muchas lecturas: la sanitaria, la social, la económica, la política, la cultural, la laboral, la sociológica, la internacional, la científica, etc... Muchos, ante esta situación inédita se preguntan: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos, continúan subsistiendo? ¿Para qué aquellas victorias logradas a un precio tan caro? (GS, 9). El creyente debe hacer un esfuerzo por ver qué nos quiere decir el Señor, a cada uno y a todos, en esta situación dolorosa y trágica.
No debemos caer en creer que es un castigo de la Gaia, de la tierra madre, o de un maleficio, ni, por descontado, de Dios, el Padre de Ntro. Sr. Jesucristo, que es Padre, compasivo y misericordioso, que es cariñoso con todas sus criaturas y ha apostado por nuestra felicidad terrena y eterna, integral.
A pesar de las mascarillas, de los guantes, los lavados de las manos, la distancia entre unos y otros, todos hemos dejado ver nuestro verdadero rostro. Nuestra pretendida autosuficiencia se desmorona ante el temor a la enfermedad y la muerte. Es más, puede ser que nos afecte el temor a ser manipulados por los que hacen del servicio al pueblo un medio para conquistar, justificar o conservar el poder.
“Ahora sabemos que nuestra confianza en la ciencia y en la tecnología significa muy poco cuando no está acompañada por la rectitud moral”. Sin unos principios morales y éticos, la ciencia y la tecnología nos pueden llevar al desastre o a la misma destrucción del ser humano y su futuro. “La aparente seguridad de la que nos vestimos en público apenas puede cubrir la desnudez de nuestra debilidad y vulnerabilidad, de nuestra finitud y nuestra irresponsabilidad”.
“La crisis del coronavirus ha dejado en evidencia el terror que nos produce la soledad, el vacío que sentimos al no poder seguir la rutina de nuestro trabajo, el miedo que nos da permanecer unos días en el hogar, las dificultades para mantener un diálogo sereno y cordial con los miembros de nuestra familia” (J.R. Flecha).
Pero no todo es incertidumbre, temor y miedos; no todo es negativo, si sabemos reaccionar positivamente. Hemos descubierto nuestra limitación y fragilidad, nuestra precariedad, que no somos Dios, sino criaturas y eso es bueno, porque «la verdad nos hace libres» (Jn 8, 32); que somos interdependientes, que nos necesitamos unos a otros, porque somos seres sociales, necesitados del cariño, de la palabra, de la obra de los otros, del médico, de la enfermera, del panadero, del maestro, de la fe en Dios, etc. Tenemos que aprender que «no sólo de pan vive el hombre» (Mt 4, 4) de lo material, del dinero, del trabajo; también del diálogo y el trato con la familia, con el amigo o la amiga, del ocio para leer, para reflexionar, del silencio para cultivar la vida interior; que tenemos que ser solidarios, y estar más cerca unos de otros, hacer un esfuerzo por ponernos en el lugar del otro y tratarlos como quisiéramos que nos trataran si estuviéramos en su misma situación.
Desde el punto de vista eclesial se ha suprimido el culto público de la Eucaristía y otros sacramentos; algunas familias han tenido que pasar por dar sepultura a sus allegados sin poder celebrar las exequias, todo ello por motivos estrictamente sanitarios; pero también nos puede servir para caer en la cuenta de que el culto que Dios quiere es el que hace desde la fe, «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23-24), un culto que no excluye el rito, lo público, comunitario y externo, pero que sólo tiene sentido si se hace como expresión de la fe y la caridad; que debemos cultivar más esa relación personal con Jesús, dialogando con Él, dejándonos iluminar por su Palabra.
En nuestra diócesis está coyuntura creo que nos invita a vivir mejor el lema de este año: “Caminado y cantando melodías de vida y esperanza”. ¿Hacemos el camino con otros o solos? ¿Caminamos con Cristo y por Cristo y en Cristo o andamos fuera, por vericuetos, atajos que no llevan a ninguna parte? ¿Nuestro ser y existir es una vida que despierta alegría en medio de la tristeza, esperanza en medio de tantas desesperanzas y desventuras, ganas de vivir, en medio de lágrimas, dolores y sufrimientos?
Y una reflexión más: decía santa Teresa: «Nada te turbe, nada te espante; todo se pasa, Dios no se muda, quien a Dios tiene nada le falta; la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada la falta: sólo Dios basta». Es la vivencia de una creyente. ¿Confiamos en Dios, en su palabra, en su amor providente? ¿Nos abrimos a él, pedimos su ayuda? Con san Agustín os digo: «Escucha mi voz, Señor. Gimamos ahora, oremos ahora. El gemido es propio sólo de los infelices, la oración es propia solo de los necesitados. La oración pasará y acto seguido vendrá la alabanza; pasará el llanto y llegará el gozo. Entre tanto, ahora, cuando estamos en los días de nuestras desdichas, no cese nuestra oración a Dios; pidámosle una cosa: No nos cansemos de pedírsela hasta que lleguemos a conseguirla, teniéndole a él como donante y guía. Y ¿qué pedir? “No me ocultes la hermosura de tu rostro; sé mi ayuda, no me abandones, Dios, Salvador mío, porque tú que creaste, ayudarás; tú que creaste, no abandonarás”» (Comentario al salmo 26 II, 14).