+ Mons. Manuel Herrero Fernández, OSA. Obispo de Palencia
Con esta celebración del Jueves Santo en la Cena del Señor comenzamos el Triduo Sacro en honor de Jesucristo muerto, sepultado y resucitado. Y comenzamos haciendo memoria agradecida de lo que Jesús hizo el primer jueves santo, el día en que sentado a la mesa, celebrando con los suyos la Pascua de los judíos de la que nos hablaba la 1ª lectura, realizó la Pascua nueva, la de su paso al Padre, porque sabiendo que venía de Dios y a Dios volvía, se sentó a la mesa. La Pascua judía se celebraba comiendo la cena Pascual, con hierbas y cordero en familia; celebraban la liberación de Egipto. La Pascua de Jesús también celebramos comiendo al Cordero de Dios, al mismo Jesús, que sufrió la muerte en la cruz, como oveja llevada al matadero que nos libera del mal y de la muerte eterna, nos da la victoria y la vida nueva. No es un mero recuerdo; es una actualización, es volver a vivir lo que entonces sucedió. Se realiza lo que celebramos.
Lo hace en el marco de una cena donde lo importante no es tanto el signo cuanto el significado. Es la síntesis de su vida, una vida entregada a la voluntad del Padre y entregada al bien de los hombres, de todos, hasta la muerte y muerte de Cruz para dar vida.
¿Cómo lo vivió, qué hizo?
Tomó el pan, lo partió, y dio gracias. Se alimentó siempre de la voluntad del Padre y vivió en acción de gracias al Padre, porque se sentía amado. Siempre vivió dando gracias: “Te doy gracias, Padre”; en la multiplicación de los panes y los peces; en la resurrección de Lázaro. Se sentía amado y daba gracias.
Se lo dio a los discípulos: Amar es darse, no tanto dar. Para ser comido y bebido, es decir para expresar la comunión total con los hombres, sus hermanos, se parte y se reparte; la comunión total que le llevó a hacerse cargo, cargar con nuestras culpas y pecados, hacerse pecado aunque Él no tenía pecado. Cargar con nuestras heridas, nuestras guerras, nuestra infidelidad, nuestros odios e indiferencia. Para hacer alianza nueva y eterna, para vincularnos con el Padre como hijos, y entre nosotros como hermanos en paz y justicia, en fraternidad y amor.
Dijo: Esto es mi cuerpo que se entrega; es mi sangre que se derrama: Se entrega por amor, libremente y hasta el final, el extremo, el amor total. Derrama su sangre para sancionar la alianza nueva y eterna, el pacto de amor entre Dios y los hombres.
Y ¿cómo lo expresó?
Haciéndose siervo. Vino a servir, no a ser servido y a dar la vida por todos. Siervo del Padre, siervo de Dios y siervo de todos, esclavo de todos, que lava los pies a todos sus hermanos. Es el anfitrión de la Cena, pero también el esclavo que se humilla; No se le caen los anillos. Era Dios y se postra ante la criatura. ¿Cuándo hemos visto ni imaginado algo igual?
La Eucaristía no es sólo misterio de amor para ser adorado y recibido, sino para ser imitado.
Tenemos que imitar a Cristo haciendo de nuestra vida una eucaristía, imitando en nuestra vida lo que realizamos en el altar: vivir de amor, quererle y amarle a él y amarnos como Él nos ha amado... Tomar el pan de Dios, es decir, aceptar su voluntad. Dar gracias. ¿No os parece que así tenemos que vivir nosotros, y no sólo en la Eucaristía dominical, sino siempre? Hoy todos reivindicamos nuestros derechos y hacemos bien, porque el ser humano tiene una dignidad muy grande, sobre todo cuando son pisoteados, no reconocidos ni protegidos; también tenemos que defender y reclamar los derechos de los más humildes y débiles; pero ¿damos gracias a Dios y a los demás?
¿Es ese nuestro estilo de vida, entregarnos a Dios, entregarnos a los hermanos por amor? ¿Nos damos a los demás?
¿Vivimos para los demás o vivimos para nuestro bien egoísta? ¿Servimos a los demás no sólo lavando los pies, si es necesario, sino al servicio de los demás, a cada uno en su circunstancia, en la familia, la convivencia social, en la política, en la economía? ¿Nos gastamos y desgastamos por los demás, por los refugiados, los emigrantes, por los enfermos, los que están solos… los necesitados? ¿Nos entregamos buscando el reino de Dios que es el bien del hombre? ¿Nos hacemos cargo de los demás y sus situaciones?
¿Lo hacemos buscando nuestro interés y gloria, o calladamente como Jesús, que cuando discutían los discípulos a ver quién era el mayor, él sirve humildemente, quitándose el manto, despojándose de su honor para dignificarnos? ¿Usamos a los demás para nuestro propio ego y vanagloria?
Pedro no se dejaba servir; nosotros... ¿Nos dejamos servir por Dios? No somos dignos, pero somos amados, sus hijos. ¿Nos dejamos servir por los demás? ¿O somos orgullosos como Pedro? ¿Damos gracias?
Hagamos de nuestra vida una eucaristía. Jesús nos pide que cambiemos nosotros, que de pan, nos hagamos pan de Dios para, por amor, alimentar. Este mundo tiene arreglo. No está condenado; hay esperanza, hay resurrección. Arreglaremos y cambiaremos el mundo, cambiando nuestros pensamientos, actitudes, formas de ver y entender, nuestros criterios y nuestras formas de actuar teniendo como referencia a Jesús. Digámosle: Amén, que quiere decir: así sea, en ti me apoyo, a ti te recibo en mí; que El viva en nosotros y nosotros en él; que nosotros nos demos y repartamos a los demás en quienes está, porque todo lo que hicisteis a uno de los míos a mí me lo habéis hecho. Que le veneremos y adoremos, pero no sólo en el sagrario; está también, desde la Encarnación, en todo hombre o mujer, sus hermanos, especialmente en el que sufre y comparte de alguna manera su pasión, muerte y sepultura en la esperanza de la resurrección.