Compartimos la homilía de nuestro obispo en la Solemnidad de Santa María Madre de Dios y en la Fiesta del Bautizo del Niño. En la Iglesia parroquial de San Miguel, hoy, 1 de enero de 2025.
Querido hermano obispo, sacerdotes. Miembros de la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús y de otras Cofradías palentinas, autoridades.
“Al cumplirse los ocho días tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su concepción”.
Queridos hermanos, han pasado ya ocho días del nacimiento de Jesús en Belén, y Dios nos invita en este momento a considerar qué es lo que estamos celebrando. No debemos dar nada por supuesto, no podemos perder el maravilloso regalo quiere hacernos hoy nuestro Dios. El evangelio de San Lucas, concebido en un ámbito más propiamente griego, nos dice: “y le pusieron por nombre Jesús”. Si complementamos su relato con el de San Mateo, la figura que se nos agranda y adquiere una dimensión muy especial es la de San José.
Permitidme que me detenga en todo lo que entraña hablar del nombre de Jesús, del dulce nombre de Jesús, aquí en San Miguel de Palencia. En los evangelios del tiempo de Navidad hemos podido constatar la importancia del nombre. Zacarías e Isabel esperaban un niño en su vejez, que colmaba sus expectativas, pero este niño era para Dios de un modo sorprendente: ya no se llamaría Zacarías ni sería sacerdote del templo de Jerusalén, sino que se llamaría Juan, porque gracias a su nombre, con su misión profética, el pueblo de Dios alcanzaría al fin, misericordia, que es lo que significa Johannes.
En el caso del hijo de María, Dios escogió con mucho cuidado al hombre que debía injertarlo en la historia de Israel. Había que cumplir la profecía que mil años antes Dios había hecho al rey David por medio del profeta Natán: uno de su descendencia sería el verdadero rey de Israel tendría un reinado eterno para toda la tierra. Dios dio el ser humano a su Hijo gracias a la obediencia de María Virgen, y le dio su lugar en la historia de la Salvación gracias a la obediencia de José. Las instrucciones del Ángel fueron estas: “Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados”.
José había escuchado esto en un sueño cuando estaba considerando cómo actuar con respecto de su compromiso con María. Al fin y al cabo, ¿quién era él, un humilde artesano, para acoger al mismo Dios en su casa? Pero el ángel le había recordado su identidad, su tradición familiar, y la grandeza de su vocación: “José, hijo de David”. En efecto, José llevaba en su sangre la de la dinastía davídica, y el Mesías debía nacer en la ciudad de Belén, como correspondía al Rey de reyes.
Y, ¡oh asombro! ¡oh maravilla! “Al despertarse, José hizo lo que el ángel del Señor le había ordenado, y recibió a su esposa. Y sin que la hubiera conocido, ella dio a luz un hijo; y él le puso por nombre Jesús”. José ya no dudó, se fio, al momento, sin tardar, sin reservas, sin vuelta atrás, se metió a fondo en la historia de la salvación. Qué diferente de muchas de nuestras respuestas a Dios, tan parciales, condicionales, ambiguas. José, modelo de padre confiado y tenaz, sencillo y fuerte. Cuánto descanso y alivio para María tener un custodio de su Tesoro de modo incondicional y definitivo…
“José tomó consigo a su esposa con el niño”. Y esa fue en adelante toda su vida. José acogió, obedeció, asumió… Qué modelo para nuestra sociedad y nuestra cultura. A José (como a María), no se le ocurrió vivir obsesionado por autorrealizarse, no reivindicó sus derechos, no aludió a su libertad para en un momento dado, romper esa historia y comenzar otra…
José ha escuchado cuál su dignidad y nobleza: “José, hijo de David”. Él descubre quién es por y con Dios. Y acoge su misión y crece. Y el hijo de María entra en la historia de Israel y del mundo con el nombre dulce de Yeshuah, Jesús. José ha manifestado el nombre de Jesús. Le toca al padre hacerlo, esa es su misión y prerrogativa. Como Zacarías lo hizo con Juan, ahora lo hace José con Jesús. E Isabel y María descansan y son felices, pues podrán culminar su gestación, crianza, y educación con paz. Todo niño necesita el reconocimiento de su padre. Y en nuestra cultura la desaparición de la figura del padre está matando la vida, la familia, el desarrollo armónico de niños y jóvenes. Cuánta autoestima herida y arrasada por esa falta de reconocimiento.
Nos toca hermanos, considerar la importancia de dar nombre a las personas. En el bautizo se pregunta: ¿qué nombre queréis para vuestra hija, para vuestro hijo? No es un mero acto jurídico o litúrgico. Es vital que demos el nombre que hace a esa persona única, acogida, amada, especial… Así como San José custodió y acompañó a María y al niño hasta el final. Esa misma es nuestra tarea y vocación. Una sociedad sin padre y sin madre es estéril y enferma. Nosotros como San José tenemos como tarea decir el dulce nombre de Jesús a todos. Jesús hoy necesita ser reconocido por el mundo, por las últimas generaciones, por los paganos que entre nosotros no lo conocen aún.
Y así también nosotros encontraremos nuestro propio nombre. Decía Gamaliel, que quien se obsesiona por su nombre, pierde el Nombre (con mayúscula). Nadie tiene derecho a despreciarse, porque cada uno de nosotros, siempre y en todo caso, con cualquier cosa que haya hecho, adonde sea que haya ido a buscar, sigue siendo alguien por quien la Segunda Persona de la Santísima Trinidad ha decidido dar su vida. La persona crece a partir de la confianza paterna. Jesús tuvo suerte, junto con su Padre del cielo, tuvo un hermoso padre en la tierra que siempre peleó por su nombre y dignidad.
Que en esta generación no falten hombres y mujeres, que, como María y José, proclamen el dulce Nombre de Jesús a todos.