Está cumplido, queridos hermanos. Jesús no ha dicho, está acabado, o está perdido. Mucho menos, he fracasado. Jesús ha ido hasta el final. Ha amado hasta el extremo, se ha pasado amando, porque es el Hijo de Dios. Porque Dios su Padre también se había pasado amándonos al regalarnos todo lo que tenía, todo lo que desde la eternidad le constituía como Padre, nos lo ha entregado: “tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo”. Y Jesús lo había cumplido y definido así: “no hay amor más grande que aquel que es capaz de dar la vida por sus amigos.
La entrega de Dios, que sabe a ofrenda y sacrificio por la vida del otro, y la entrega de los hombres que suena a traición. Judas lo entrega a la condena, Anás, a Caifás a Herodes, este a Pilato y Pilato a los soldados. Y nosotros también cómplices por el pecado: lo hemos entregado, al oprobio y la burla, a la condena injusta, a la muerte. Jesús ha asumido su suerte voluntariamente caminando hasta la cruz, impotente, sin poder moverse, cosido a un madero. Jesús lo ha hecho libremente, desde su autoridad amorosa. Autoridad, que no poder. Autoridad en derecho, es el saber socialmente aceptado. El poder en cambio, es la fuerza socialmente impuesta. Auctoritas, literalmente, capacidad de hacer crecer al otro. Jesús tiene la autoridad porque ha sido obediente al Padre, y en adelante podrá llamar e invitar a la vida, siguiéndole a Él.
En el reciente congreso para las vocaciones de Madrid, hemos podido vivir cómo estamos en un cambio de época. Venimos de una fase donde la Iglesia ha tenido que marcar con fuerza la idea de opción y valores, para poder ser relevantes en el mundo, y no quedar en un mero espiritualismo. Pero el Espíritu nos lleva ahora a remarcar con fuerza que seguimos a Jesús crucificado, y que no nos avergonzamos de él. La obediencia y la santidad son los dos elementos de nuestra fe que la Iglesia nos invita a subrayar y poner en primer plano.
La obediencia de Jesús al Padre es la referencia de nuestra obediencia a Él, a seguirle hasta el monte Gólgota, a donde está Él y todos los crucificados de la historia. Obediencia al amor, que vemos en el rostro del crucificado. Mirad al rostro del Cristo del Jubileo de Palencia, que lo tenemos aquí a nuestro lado. Si quieres que la Luz de Jesús clavado en la cruz llegue a ti, mírale una y otra vez. Deja que esta presencia te llegue bien adentro. Y mira también a aquellos con los que Jesús se identifica: los más apartados de la sociedad, los que no encuentran su sitio entre nosotros, porque han llegado de lejos, los incapaces de tener una vida digna, los sin techo, las multitudes hambrientas de pan en la República Centroafricana, Costa de Marfil, las multitudes víctimas de la corrupción y el totalitarismo en Venezuela, Nicaragua, Cuba o China, víctimas del terrorismo en Palestina e Israel, las multitudes de perseguidos en Nigeria, India, Pakistán y otros tantos lugares, las multitudes manipuladas y acomodadas en Europa… Cuatrocientos millones de cristianos perseguidos, y otras muchas minorías étnicas y religiosas, la trata de seres humanos, el negocio de la guerra, de la droga…
¡Cuánta impotencia y dolor! Si quieres que en tu limitación y pequeñez te levante y defienda Jesús, mírale ahí, en la Cruz. Es la imagen del desvalimiento más profundo, más sin sentido, donde parece que no se puede esperar ni hacer nada. Jesús soporta nuestros sufrimientos y aguanta nuestros dolores. Aunque vayamos perdidos, equivocando el camino, cada uno por un lado, ¡qué me importa lo de los demás!, Jesús carga sobre sí nuestra pequeñez, toda duda o error. Desde ahí, desde la cruz, llega la acción del Buen Dios que nos dará la salvación: asombrará a todos y hasta los reyes quedarán sin palabras, como hemos escuchado en el cuarto cántico del siervo de Yahvéh en Isaías.
Si con todo, creemos que el final de Jesús es la muerte, mira la Cruz. La mirada del Hijo es capaz de sanar nuestras miradas autosuficientes, arrogantes, depredadoras, consumidoras, humillantes, violentas. Estas miradas esconden a menudo miedos y heridas insoportables. Jesús lo sabe, nos conoce y ha venido al mundo a curar el drama humano. Errábamos y cargó con nosotros, sus cicatrices nos curaron. Murió por los malvados, por ti y por mí.
“Acerquémonos por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno”. Nos recuerda esta expresión al miércoles de ceniza, en el que San Pablo nos decía de parte de Dios: “en el tiempo de la gracia te escucho; en el día de la salvación te ayudo. Pues mirad: ahora es tiempo de la gracia; ahora es el día de la salvación”.
Es el mayor suplicio, la mayor injusticia. Pero algo desde bien adentro nos dice que este no es el fin. Que esa entrega y esos brazos clavados que no tocan a nadie, y esos pies que no se acercan a nadie, no es lo definitivo. La cruz está preñada de Vida nueva, de vida resucitada. Ya está aquí la gloria de Dios, ya la notamos, aunque aún haya que esperar, confiar, guardar silencio, interiorizar tanto Amor, adorar y dejarnos mirar por Jesús… La esperanza no defrauda, repetimos tanteas veces en este Año Jubilar.
Todo está cumplido, dice Jesús. No acabado ni perdido. La obediencia misma al Padre es la salvación, Jesús te ha dado su vida a ti, y a mí, esa vida que la muerte no puede arrebatar para siempre. Serán unos momentos: Jesús resucitará, como lo había dicho. Mirad, mirad una y otra vez, el Árbol de la cruz, donde está clavada la Salvación del mundo.
+ Mons. Mikel Garciandía Goñi
Obispo de Palencia