Homilía de nuestro obispo en el funeral por el eterno descanso de Mons. Esteban Escudero

Homilía de nuestro obispo en el funeral por el eterno descanso de Mons. Esteban Escudero

Compartimos la homilía de nuestro obispo D. Mikel en la Misa funeral por el eterno descanso de Mons. Esteban Escudero Torres, obispo de Palencia entre los años 2010 y 2015.

Mons. Esteban Escudero falleció el pasado 2 de mayo en Valencia. En la mañana del 5 de mayo se celebró la Misa Exequial por su eterno descanso en la Catedral de Valencia. Seguidamente, fue inhumado en la Iglesia Parroquial de Nuestra Señora del Socorro de Valencia.

 

Queridos amigos, paz y bien.

Antes de ayer, celebrábamos en la catedral de Valencia el funeral por don Esteban Escudero Torres, pastor de nuestra diócesis palentina entre 2010 y 2015. Hoy nos convoca el Señor para orar llenos de confianza por quien dejándolo todo, le siguió para servir al pueblo de Dios que peregrina en Valencia y en Palencia.

Nuestro momento eclesial es una ocasión muy propicia para comprender y vivir a fondo la apostolicidad de la Iglesia. Por una parte, la sede de Pedro vacante y a punto de ser ocupada por un nuevo siervo de los siervos de Dios, por un nuevo Papa, pater pauperum, padre de los pobres. Y por la otra, el funeral de un obispo, un sucesor de los apóstoles. En ambos casos, vivenciamos el modo en que se cumple en la historia el deseo de Dios. Nos dice Jesús en el Evangelio de hoy: «Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré a fuera; porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad del que me ha enviado». Este es el núcleo del misterio cristiano, que no somos indiferentes a Dios, que su santa voluntad consiste en querer ofrecernos su vida, dicho de otra manera, salvarnos. Jesús desea atraer a todos al Padre, quiere además de ser el Unigénito del Padre, ser también el Primogénito, el hermano mayor de todos, el que obedece la voluntad de su Padre, porque es su delicia, su alimento, su sentido.

Los obispos en la Iglesia católica tenemos un ministerio y carisma concretos, tal y como lo expresa Pablo a los cristianos de Corinto: «porque yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: “esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: “este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía”».

Pablo es un apóstol, pero también como nosotros es un hombre que no conocía a Jesús, y que en el seno de una comunidad fue catecúmeno y entró a formar parte del grupo al que antes había perseguido: «Saulo se ensañaba con la Iglesia: penetraba en las casas y arrastraba a la cárcel a hombres y mujeres». Tras revelársele Jesús, tuvo que hacer un camino hacia la fe y la comunidad.

En su discernimiento vocacional, Pablo es designado por la comunidad de Antioquía para misionar por el Mediterráneo. Recibe la llamada del Espíritu a través de la comunidad a la que pertenecía. Como sigue sucediendo hoy. Los diáconos, presbíteros y obispos tenemos la tarea de recordar a todo el pueblo de Dios el mensaje de Jesús. Acabamos de escuchar el Evangelio: «Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed». Don Esteban, como todos nuestros obispos, predicó con ardor y convicción esta Palabra que es Vida y Alimento: «Esta es la voluntad de mi Padre -dice Jesús- que todo el que ve al Hijo y cree en él, tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día». Los sacerdotes recibimos del Señor la tarea de llevar al pueblo la Palabra, el Pan y el Perdón de los pecados. Esa es nuestra encomienda sagrada de cara a las asambleas que presidimos, pues luego toca a laicos y consagrados encarnar en el mundo lo recibido del único Pastor y Sacerdote que es Cristo.

También dice Pablo en su carta a los corintios: «os recuerdo hermanos, el Evangelio que os anuncié y que vosotros aceptasteis, en el que además estáis fundados, y que os está salvando, si os mantenéis en la palabra que os anunciamos; de lo contrario, creísteis en vano. Porque yo os transmití en primer lugar, lo que también yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; y que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas y más tarde a los doce [...] por último, como a un aborto, se me apareció también a mí». Pablo tuvo una experiencia fundante, única, definitiva. Hace décadas, profetizó Karl Rahner, que el cristiano del siglo XXI será un místico, o no será, es decir, una persona a la que le ha sucedido el acontecimiento, la irrupción del Dios verdadero, del Dios Amor en su vida. No podemos vivir una fe subrogada y menos subcontratada. La cristiandad murió, el cristianismo ambiental se está diluyendo definitivamente, gracias a Dios.

Los católicos no somos tradicionalistas, ni progresistas. Porque «la tradición no es la adoración de las cenizas, sino la transmisión del fuego», como diría el compositor Gustav Mahler. O como diría el teólogo Joseph Ratzinger, la tradición es el contenido de la sucesión, y la sucesión (apostólica) es la forma de la tradición. Esta es la encomienda que nos da Jesús a la asamblea de todos los bautizados, de cuya autenticidad somos garantes y defensores los obispos. Recibí la ordenación episcopal con la unción del Santo Crisma, y por ello unjo las frentes de los confirmandos, para que la Iglesia, pueblo de ungidos, anticipe el Cielo en la tierra, anuncie el Reinado de Dios, proclame el año de gracia para el mundo.

En la lectura que estamos haciendo del libro de los Hechos de los Apóstoles (que tal vez podíamos titular los hechos del Espíritu Santo), vemos cómo el martirio del diácono Esteban abre la veda de la persecución de los cristianos: «aquel día se desató una violenta persecución contra la Iglesia de Jerusalén: todos, menos los apóstoles, se dispersaron por Judea y Samaria [...] al ir de un lugar para otro, los prófugos iban difundiendo la Buena Noticia. Felipe bajó a la ciudad de Samaria y predicaba allí a Cristo [...] la ciudad se llenó de alegría». Predicar a Cristo y llenar la ciudad de alegría, qué maravilloso propósito para todos.

Comunidad de Jerusalén encerrada en sus muros, que se hace pueblo itinerante, Iglesia peregrina por las naciones. Hermanas, hermanos, no somos llamados al recuerdo o a la nostalgia, sino a renovar la memoria de Jesús, muerto y resucitado por todos. A esto consagró nuestro obispo Esteban su vida, con sus fragilidades y dones, como las tengo yo, como las tenemos todos. Descanse en paz este discípulo fiel de Jesús. Que la Virgen de los Desamparados, Nuestra Señora de la Calle, los mártires Esteban, Vicente y Antolín, y el obispo San Manuel González rueguen por él. Así sea.