Esta libertad de religión, entendida como el ejercicio libre del derecho a profesar y manifestar, individual o comunitariamente, la propia religión o fe, tanto en público como en privado, a través de la enseñanza, la práctica, el culto y otras manifestaciones, se encuentra gravemente dañada o comprometida en nuestros días. Parecen muy lejanos los tiempos en que los primeros cristianos sufrieron el martirio por negarse a adorar a los emperadores y, sin embargo, todavía hoy muchas minorías religiosas son perseguidas o arrinconadas en gran número de países. Asistimos a flagrantes violaciones de esta libertad en naciones del continente asiático y en algunas africanas... Pakistán, Siria, Sudán, Arabia Saudí, Nigeria, China, La India... por citar solo unas pocas.
En el mundo occidental, las amenazas a la libertad religiosa, más silenciosas y sofisticadas, tienen su origen en una laicidad hostil hacia la religión, que va más allá de una justa distancia entre la Iglesia y el Estado, y que pretende relegarla al ámbito privado de las personas. No basta con asegurar la libertad de culto, debe respetarse el derecho de los ciudadanos católicos y los creyentes en general, a opinar sobre los asuntos públicos y a no permitir injerencias de los poderes públicos en las creencias individuales, ni en la autonomía de las instituciones religiosas caritativas y educativas.